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La caída de la tarde animando con reflejos de ópalo las aguas obscuras del Gran Canal, una góndola pasando junto a la suya en dirección contraria, y en ella unos ojos azules, imperiosos, brillantes, unos ojos de esos que no pueden confundirse, que son ventanas tras cuyos vidrios fulgura el fuego divino del escogido, del semidiós y que parecieron envolverla en un relámpago de luz cerúlea.

En la novela se menciona á Wilson con su propio nombre; de modo que no puede confundirse su identidad con la de Dimmesdale; ni hay tampoco motivos para suponer que Hawthorne tuviese la más ligera intención de que Juan Cotton ó Tomás Cobbett, de Lynn, cargasen con el delito de su ministro imaginario.

Las tripulaciones de los buques de guerra surtos en la rada venían á fundir en esta variedad de uniformes la nota monótona de su azul negruzco, casi igual en todas las marinas del mundo... Y á la amalgama militar se agregaba la pintoresca variedad de la vestimenta civil, el carácter híbrido del vecindario de Salónica, compuesto de varias razas y religiones que se entremezclan sin confundirse.

Presto la abandonaron sin embargo, y asimismo las montañas del horizonte empezaron a confundirse con el agua, mientras la concha blanca del caserío marinedino se destacaba aún, pero perdiéndose más cada vez, como si al ausentarse la claridad se llevase consigo el rosario de edificios y el encendido fulgor de los cristales en las galerías.

En su solitario retiro, á orillas del mar, cuya movible superficie se descubría al través de las abiertas ventanas estendiéndose á lo lejos hasta confundirse con el horizonte, el P. Florentino distraía su soledad tocando en su armonium aires graves y melancólicos, á que servían de acompañamiento el sonoro clamoreo de las olas y el murmullo de las ramas del vecino bosque.

El también quiso ir, para confundirse con aquel público que se ocupaba al mismo tiempo de los incidentes de la guerra y de los azares del juego. En el atrio marchó hacia los grupos de lectores agolpados ante los últimos telegramas. La gente tenía por buenas las noticias, ya que no eran extremadamente malas, como en los días anteriores.

Tales dificultades obligáronme a preferir en casi todas las novelas de la segunda serie la narración libre, y como en ellas la acción pasa de los campos de batalla y de las plazas sitiadas a los palenques políticos y al gran teatro de la vida común, resulta más movimiento, más novela, y por tanto, un interés mayor. La novela histórica viene a confundirse así con la de costumbres.

Hay otro hombre de cuyos labios estoy pendiente cuando habla, cuyo talento me asombra, cuya superioridad intelectual me subyuga, cuyas virtudes me llenan de maravilla y de entusiasmo, cuyo fondo de bondad altísima percibo claramente allá en las profundidades de su corazón, y ya sabes mi enojo, mi repugnancia a que se piense que ni un solo instante puedan confundirse con algo parecido al amor los sentimientos que ese hombre me inspira y que yo le inspiro sin duda.

Salió entonces del centro de aquella turba femenina uno que, a no ser por la barba, hubiera podido confundirse con las mujeres. Traía pintadas las cejas de negro, de azul los párpados, a fin de que brillasen más los ojos, y las mejillas cubiertas de colorete.

Aunque no era positivamente tan vulgar como pretendía y antes de relegarse a la oscuridad de su provincia hubiera alcanzado un comienzo de celebridad, gustaba confundirse entre la multitud de desconocidos que llamaba cantidades negativas.