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¡Lo que me ha perjudicado la guerra! dijo con languidez . Este invierno iban á estrenar en París un baile mío. Todos protestaron de su tristeza: su obra sería impuesta después del triunfo, y los franceses tendrían que aplaudirla. No es lo mismo continuó el conde . Confieso que amo á París... ¡Lástima que esas gentes no hayan querido nunca entenderse con nosotros!...

Eres digno de ella, Salvador, seríais una primorosa pareja; y luego, chico, sacabas un alma del purgatorio, porque te confieso que la niña de Luzmela lo pasa muy mal con mi gente..., pero muy mal..., como lo oyes.

Sin embargo, yo sospecho que sin haberte tratado con ellas les tienes antipatía a las Aliaga, y tal vez esa bondad tuya ha sido un cálculo para alejarme de ellas... Yo no calculo nunca, Adriana, soy demasiado leal. Lo , lo ... pero entonces yo he calculado, te lo confieso.

Confieso que nunca me he visto tan pequeño como entonces, en presencia de aquella criatura débil, incorruptible, no sólo á las promesas del amor de un joven, sino aun al soborno de la libertad, de la posición, de la felicidad. Al marcharme, sentí que alguien entraba en la casa.

Confieso que yo también quisiera ser Rey por doce horas. Pero cuidado, Raséndil, con tomar su papel muy por lo serio. No me admira que Miguel el Negro pareciese hoy más negro y tétrico que nunca, visto que usted y la Princesa parecían tener tantas cosas que decirse. ¡Qué hermosa es! exclamé. Prescindamos de ella dijo Sarto. ¿Está usted pronto a partir? contesté con un suspiro.

Estuve un poco imprudente, puede ser, yo lo confieso, pero el me precipitó, porque me cortó primero, y a más me cortó la cara, que es un asunto muy serio. Me asiguró el mesmo amigo que ya no había ni el recuerdo de aquel que en la pulpería lo dejé mostrando el sebo.

Los dos corazones, que según mi opinión, son dignos el uno del otro, no han podido aproximarse sin entenderse: pero ese extravagante acontecimiento, cuyo teatro romántico ha sido la torre d'Elven, confieso que me desconcierta enteramente. ¡Qué diantre! querido joven, saltar por la ventana, á riesgo de romperse la cabeza, era, permítame que se lo diga, una demostración muy suficiente de su desinterés; fué, pues, muy supérfluo agregar á este paso honorable y delicado, el juramento solemne de no casarse jamás con esa pobre niña á no ser eventualidades que es absolutamente imposible esperar.

Ya zabe uzté cómo ha de decirle a zu monjita que ha comió japuta añadió. Confieso que el sacar a cuento a mi novia me hizo malísima impresión. Me contenté con sonreír levemente y traté en seguida de cambiar de tema. Pero él insistió al cabo de un momento: ¿Y cuándo se caza uzté, compare?... Ezo huele ya a puchero de enfermo. No cuándo me casaré ni si me casaré respondí, bastante secamente.

Confieso, sin embargo, que era imposible salir de otro modo. ¿Desde que está usted en Londres, ha visto á Sorege? preguntó Tragomer. Comí ayer con él en casa de Harvey. Se habló de usted y con magnífica impudencia, le estuvo elogiando. Paciencia; no me elogiará siempre. Esta es una cuenta pendiente entre los dos, que yo me reservo.

¡Santo cielo! ¿Y yo deseaba ser periodista? Confieso como hombre débil, lector mío, que nunca supe lo que quise; juzga por el largo cuento de mis infortunios periodísticos, que mucho procuré abreviarte, si puedo y debo, con sobrada razón, exclamar ahora que ya lo soy: ¡Oh, qué placer el de ser redactor! Genus irritabile vatum, ha dicho un poeta latino.