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Todos cuantos en el mundo tenían obligación de socorrerme, me habían empujado para colocarme allí: nada podía esperar de ellos; a lo lejos, sólo veía curiosos que se asombraban de mis resistencias y se reían de mis vacilaciones; abajo, en el fondo del precipicio, la algazara de las mujeres que me habían precedido en la caída; en derredor de , envolviéndome, asfixiándome como anillos de serpiente, una atmósfera de insanos elementos, narcótica, enervante; sobre la atmósfera, sobre , sobre el mundo entero, allá en lo Alto, donde debía de existir un código de moral como yo le presentía cuando me dejaba gobernar por mis propios instintos, inclinados a lo menos corrompido, ya que no a lo más honrado..., nada tampoco que viniera en mi auxilio... El Dios que a me habían hecho conocer en mi casa era «un caballero anciano, de muy buena sociedad»; algo serio por razón de su jerarquía, pero muy fino, muy complaciente y de una moral muy elástica; dispuesto siempre a incomodarse con la gente de poco más o menos, pero incapaz de faltar en lo más mínimo a las señoras del gran mundo que le honraban confesándole de vez en cuando y en los ratitos que las dejaban libres sus devaneos de hembras «eximias» del género humano...; un señor, en fin, por el estilo de mi difunto padre, aunque quizás no tan elocuente ni de tan distinguido porte como él... ¡Y nadie ni nada más a donde volver los ojos!

El bueno del P. Jacinto, confesor de Clarita, le aseguraba que la promesa era nula. Clarita al cabo la anuló, haciendo otra promesa dulcísima para D. Carlos. Le prometió darle su mano, confesándole al fin que le amaba. Una alambicada cavilación había detenido á Clara en dar el á D. Carlos.

Recuerdo que le observé durante los breves momentos que estuvo, de pie en frente de Agustín, acabando un cigarro y contando los luises que había ganado entre dos valses, y acaso no hago bien confesándole a usted que el contraste del aspecto, del traje y de la rigidez un poco escolásticos de Agustín me entristeció por razones casi vulgares.

Beatriz le dio las gracias con efusión, confesándole que en lo íntimo de su conciencia se alegraba de que Pierrepont supiera la verdad y que sería aún más dichosa si lo viese volver a la buena senda, asegurando a la vizcondesa que en cuanto a lo demás podía tener confianza en ella. «Hay le dijo con entera buena fe y no sin un poco de altivez pensamientos que nunca me asaltan... He sufrido mucho, y mucho me queda que sufrir todavía, pero aun cuando no tuviera principios tendría bastante orgullo, demasiado respeto a misma para ir a buscar el consuelo de mi perdido amor en una intriga galante.