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Sus ojos brillaban con un fuego especial de malicia y triunfo. A veces, sus labios se contraían con leve sonrisa inmotivada. Le hablé del duque y le expresé mi sospecha de que no estuviese verdaderamente enamorado de Isabel. Al mismo tiempo añadí , ¿sabe usted lo que se me figura?... Que la condesita tampoco le profesa un amor muy entrañable...

Me dijo que estaba concertada la boda de la condesita del Padul con un primo suyo, el duque de Malagón. ¿Y Villa? le pregunté, sorprendido. Joaquinita me dirigió una larga mirada burlona. Pero ¿usted se ha imaginado que Isabelita le trae al retortero para casarse con él? No lo ..., pero creía que le profesaba algún cariño. Atienda usted al cariño...

El señor me estaba informando de unas parientes que tengo en Galicia respondió la condesita rápidamente. Le agradecí el disimulo, en el cual me pareció más maestra de lo que yo había imaginado, y me levanté para sufrir un rato el chorro de la de Anguita, que seguía cada vez con más ahínco interesándose por todo lo que me atañía.

Está enamorado hasta las cachas. Yo, que no había reparado en ello, me convencí, mirando al comandante, de que la observación era tan fina y maliciosa como exacta. Desde la entrada de la condesita no se mostraba como antes alegre y desenfadado. Las frases jocosas que aún soltaba iban claramente impregnadas de la preocupación de su espíritu.

He conocido en cierta tertulia a una prima de usted, la condesita del Padul, que, siendo de la familia, había de ser, claro está, hermosa y amable. ¿Contestará usted a esta carta? Si así no fuera, esperaré pacientemente su salida del convento, para verla siquiera una vez más y marcharme.

Yo no quise hacerlo, aunque me invitaron con insistencia. La condesita me dijo al darme la mano: Váyase usted esta noche por el teatro y hablaremos. Comí con premura, me vestí y me eché a la calle en el momento en que entraba Villa. Le vi inmutarse, y me respondió, turbado, que había tenido que hacer en el cuartel.

Los hombres, por el afectado descuido de su persona y por su desmedida afición al flamenquismo, no son dignos de figurar al lado de ellas. Isabel y sus amiguitas, las de Enríquez, fueron de las últimas en llegar, y se acomodaron en un palco bajo. La condesita estaba radiante de belleza y elegancia.

La verdad es que la conducta de Isabel era inexplicable; pero aquello no tenía la extraordinaria importancia que Villa le daba, mucho más cuando en la tarjeta nada se decía que pudiera alentar sus pretensiones. Conseguí ponerle de un humor delicioso, asegurándole que la condesita sólo se casaba por presión de la familia o por razones de conveniencia.

Además, abrigaba todavía la esperanza de que la condesita interviniese de un modo beneficioso en mis enredados asuntos amorosos. Me costaba trabajo creer que Gloria se negase en absoluto a dar explicaciones de su conducta. Al entrar en casa me encontré, sin saber cómo, en los brazos de Eduardito, y otra vez sentí en la oreja el cosquilleo de su nariz indómita. Mi profecía se había cumplido.

Ya verá usted qué simpático es mi papá. Quedará usted encantado de él. En Sevilla no hay quien no le conozca y le quiera. Me conmovió la ternura y el entusiasmo con que la condesita hablaba de su padre, que, según la voz pública, la estaba arruinando.