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El notario recogió sus papeles, metiólos dentro de un cartapacio, y con éste bajo el brazo, fué a besar el anillo cardenalicio, y salió de la estancia después de hacer profunda reverencia. En seguida ordenó a su camarero: ¡Que pase el Conde! Don Fabricio de Portinaris rayaba en los cincuenta años.

El mendigo se viste como el lord, con la casaca del conde ó baronet, del banquero ó del ministro, con la diferencia de que los vestidos de estos son brillantes, limpios y magníficos, miéntras que sobre los miembros del obrero enhambrecido ó del indigente que pide limosna están asquerosos y hechos hilachas. El espíritu aristocrático y la vanidad los explican.

Volviendo de su incursion contra los moros, pasó por el estado del conde, y le hizo tambien gravísimos daños, con que enconadas mas las antiguas enemistades, se convirtió la tierra en teatro de robos y homicidios.

Doña Beatriz, por las frases que había oído al Conde de Alhedín y a sus compañeros, por el coche que había visto y por algunas noticias que después había recogido con habilidad, sabía que el Conde era soltero, muy rico, muy noble, huérfano de padre, y con una madre que no tenía más voluntad que la suya.

Cierto es que sin usted hace tiempo que me hubiese muerto; pero si usted me ha salvado ha sido sin querer, y la prueba mejor es que acaba de reprocharme el aire que respiro. ¿Ha sido usted la que me dio por esposa al conde de Villanera? Es posible. Pero me eligió usted porque me creía condenada a muerte sin remedio. Por eso no le debo ninguna gratitud. Ahora, ¿qué puedo hacer para serle útil?

Con estas y otras cosas habían pasado la calle de Atocha y llegado á la Plaza Mayor; atravesáronla, dirigiéndose á la plazuela de San Miguel. Venga usted, venga usted dijo, tomando el brazo á Clara, al ver que manifestaba cierto recelo de internarse por el arco obscuro que da á la plazuela del Conde de Miranda.

Comience el Conde. He buscado En vuestro loor seis concetos. Oid. DO

El Conde, a pesar de todo, quizá porque así fuese, quizá porque el amor propio le engañaba, había creído notar, en gestos imperceptibles, en el ademán, en algo que apenas se había podido ver y que apenas se podía apreciar ni evaluar sino por un entendimiento tan sutil como el suyo y tan perito en las aventuras amorosas, que la casada se le había mostrado menos indiferente y más propicia; que se adivinaba en su cara el contentamiento, la vanidad satisfecha de verse seguida por un joven tan principal y tan gallardo, y hasta que le miró una o dos veces de soslayo y con disimulo, con curiosa simpatía.

Pero estaba sumamente sorprendido de no ver caer ni un miserable pájaro, y deploraba en su interior la detestable puntería y la torpeza de los cazadores. Las carreras y los saltos que daba eran incesantes y prodigiosos. El conde, que estaba apuntando al blanco, se distrajo una de las veces mirándole correr, y sin decir palabra movió el cañón y lo dirigió hacia él. Sonó el tiro.

Hasta había oído decir que con dinero e influencia no era difícil llegar a poseer un título de conde o marqués... ¡Un título!