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No sabía lo que le pasaba. ¡Ellas tomaban por asalto el presbiterio, eran católicas! ¡Le traían dos mil francos; le ofrecían mil francos mensuales! y querían comer con él; ¡ah! ¡esto era el colmo! el terror lo paralizaba al pensar que tendría que hacer los honores de la pata de carnero y la crema a esas dos americanas locamente ricas que debían alimentarse de cosas extraordinarias, fantásticas, inusitadas, y sólo murmuraba: ¡A comer... a comer! ¿queríais quedaros a comer aquí?

Hay teatro allí, y lecherías, y una casa de anchos comedores, y criados de chaqueta negra, que pasan con las botellas de vino en cestos a la hora de comer, cuando los pájaros cantan en los árboles.

¡Madre! ¡madre! ¡Si no hay madre que valga! ¿te has acordado de tu madre en todo el día? ¿No la has dejado comer sola, o mejor dicho, no comer? ¿te importó nada que tu madre se asustara, como era natural? ¿Y qué has hecho después hasta las diez de la noche? ¡Madre, madre, por Dios! yo no soy un niño....

Era liberal, sin que le arredrase el temor de hacer bien á desagradecidos, cumpliendo con aquel gran mandamiento de Zoroastro, que dice: "Da de comer á los perros" quando comieres, aunque te muerdan "luego."

Lo peor es que te va a quitar el apetito para la hora de comer. Retembló la estancia con la risotada del gañán. ¡Eso ! ¡A cualquier cosa me quita la gana! Vas a tener que meterme un hierro caliente en el agua como a la señora. Por la panza te lo había de meter, gran puerco.

Después de comer solía pasar éste un par de horas en el casino jugando al dominó. Sin embargo, cruzó rápidamente por delante de la botica para cerciorarse. Don Manuel, ¿no está? preguntó al dependiente, un chico de quince a diez y seis años. No, señora; hasta las cuatro no suele venir. Elena hizo un gesto de contrariedad y manifestó que no podía aguardar tanto tiempo.

Hacía una legua a pie para ir a comer a la villa Dandolo, contaba historietas militares, se atusaba el bigote y sostenía que las islas Jónicas deberían pertenecer a Francia. Era un convidado sumamente agradable que comunicaba su alegría a todos los de la casa.

Pero no: somos demasiado pobres para eso; estamos más hambrientos aún que los perros. No, Astolfo; dales, más bien, a mis barones de comer, pues están no menos hambrientos que yo, y guarda los restos en la cueva. Nos los comeremos después, procurando que duren todo lo posible. , Astolfo, todo lo posible. En nuestra situación hay que ser muy económicos. ASTOLFO. ¡A vuestras órdenes, conde!

Escuchaban el primo y Sancho las palabras de don Quijote, que las decía como si con dolor inmenso las sacara de las entrañas. Suplicáronle les diese a entender lo que decía, y les dijese lo que en aquel infierno había visto. ¿Infierno le llamáis? -dijo don Quijote-; pues no le llaméis ansí, porque no lo merece, como luego veréis. Pidió que le diesen algo de comer, que traía grandísima hambre.

Quédese Vuestra Excelencia con ellos; que, en tanto que estuvieren en casa, me estaré yo en la mía, y me escusaré de reprehender lo que no puedo remediar. Y, sin decir más ni comer más, se fue, sin que fuesen parte a detenerle los ruegos de los duques; aunque el duque no le dijo mucho, impedido de la risa que su impertinente cólera le había causado.