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Dijo también mi padre que, después que él fuese muerto y viese yo que Pandafilando comenzaba a pasar sobre mi reino, que no aguardase a ponerme en defensa, porque sería destruirme, sino que libremente le dejase desembarazado el reino, si quería escusar la muerte y total destruición de mis buenos y leales vasallos, porque no había de ser posible defenderme de la endiablada fuerza del gigante; sino que luego, con algunos de los míos, me pusiese en camino de las Españas, donde hallaría el remedio de mis males hallando a un caballero andante, cuya fama en este tiempo se estendería por todo este reino, el cual se había de llamar, si mal no me acuerdo, don Azote o don Gigote

Feli comenzaba a dudar de él: su fe sufría ligeros desmoronamientos.

La dicha de Mario comenzaba a molestar ya a los dioses. Fuerza era que pagase el tributo debido a su condición mortal. En los últimos tiempos había descuidado bastante la oficina. Su amigo y antiguo jefe Oliveros le había advertido que el director no estaba satisfecho de él. La culpa no era de Carlota, como pudiera presumirse.

Ya se me figuraba hallarme cerca del lugar tan deseado, después de un día de marcha fatigosa: el sendero iba haciéndose más practicable, y parecía descender suavemente al fondo de una de las gargantas de la sierra, que presentaba el aspecto de un valle risueño, a juzgar por los sitios que comenzaba a distinguir, por los riachuelos que atravesaba, por las cabañas de pastores y de vaqueros que se levantaban a cada paso al costado del camino, y en fin, por ese aspecto singular que todo viajero sabe apreciar aun al través de las sombras de la noche.

Las tres, envueltas en sus batas de verano, destacábanse en la obscuridad como inmóviles estatuas. Las niñas pensaban en su porvenir, que adivinaban confusamente; presentían que desde aquel momento comenzaba para ellas una era nueva, en que no todo serían alegres risas e indiferencia para el día siguiente. Los pensamientos de doña Manuela aún eran más obscuros.

Comenzaba por lo ordinario: «Este atrevimiento, su mucha hermosura de V. Md...»; decía lo de «me abraso», trataba de «penar», ofrecíame por esclavo, firmaba el corazón con la saeta... Al fin, llegamos a los túes, y yo, para alimentar más el crédito de mi calidad, salíme de casa y alquilé una mula, y arrebozado y mudando la voz, vine a la posada y pregunté por mismo, diciendo si vivía allí su merced del señor don Ramiro de Guzmán, señor del Valcerrado y Villorete.

Comenzaba a sentir la tristeza del desaliento, cuando de pronto hizo un gesto de satisfacción. ¡No habérsele ocurrido antes!... Ella le esperaba en su camarote; no había duda posible. Luego de mirar otra vez en torno de él para convencerse de que nadie podía espiarle, avanzó por el corredor con fingida indiferencia.

Tenía su mismo aire majestuoso, y comenzaba a iniciarse en ella un principió de gordura, lo que la hacía parecer de más edad.

El sol comenzaba a caldear la plaza; esparcíase por el ambiente el tufillo de las verduras recalentadas; pero bajo la techumbre de cinc que resguardaba los puestos de flores, entre las cortinas rayadas que tapaban los lados del mercadillo, notábase una frescura de subterráneo, el vaho húmedo de las baldosas regadas con exceso. Y luego, ¡qué orgía para el olfato en esta atmósfera fresca!

Simón inclinó la cabeza, se mordió los labios y frunció duramente las cejas. Miguelina comprendió que comenzaba a dudar y adivinó al mismo tiempo, por la contracción dolorosa de su rostro, que sufría el muchacho cruelmente. Entonces le atrajo hacia , le tomó la cabeza entre las manos y le besó con profunda ternura en la frente... ¡Pobre hijo mío! agregó.