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Su carrera no duró mucho, pues a las seis, hora en que comenzaba a oscurecer en el bosque y a bajar rápidamente la marea, encalló la chalupa en un banco de arena que había casi en medio del río. Cuantos esfuerzos hicieron para poner a flote la embarcación fueron inútiles. La baja marea los había dejado en medio de aquel banco, que parecía ser muy extenso.

Una o dos veces le vi hacer un paquete de ciertos papeles, encerrarlo en un sobre con dirección a París y entregarlo con especial recomendación al encargado del correo en Villanueva. Luego notábase que esperaba con febril ansiedad una respuesta que no llegaba siempre, por lo visto. Después, otra vez comenzaba a llenar cuartillas, como un roturador que pasa de uno a otro surco.

Comenzaba ya a caer la noche. »Muy bien, no hay ningún peligro, pienso, y entro en la casa. »En el momento en que abro la puerta de la sala, distingo en el crepúsculo una sombra que se desliza precipitadamente hacia afuera. »¿Quién puede ser? me digo. »Y la sigo. »En el cuarto del niño, ¿a quién encuentro?

El fuego comenzaba a apagarse; Juan Claudio se levantó para echar un leño y luego volvió a sentarse murmurando: ¡Bah! Esto no puede ser... El día menos pensado recibiremos una carta.

Abandonaron la carretera en Bellasvistas, y anduvieron por un camino hondo, entre tejares y tapias de huerta, junto a las cuales pasaban, espumosas y susurrantes, las aguas de un canal. Comenzaba a anochecer. El cielo era de color violeta; las lomas obscuras que cerraban el horizonte hacían resaltar sobre una faja de oro mortecino los negros bullones de la arboleda de sus cimas.

Comenzaba este componer constante, este imaginar sin tregua por ser agradable entretenimiento y además halagaba su vanidad; pero al fin era un tormento. Todo lo que imaginaba le parecía excelente, y al contemplar la belleza que acababa de crear, la admiraba tanto que lloraba enternecida, lloraba lo mismo que cuando pensaba en el amor del Niño Jesús y de su Santa Madre.

Era yo un huésped esperado que volvía, que debía volver, y que una vieja costumbre había hecho familiar de la casa. ¿No me encontraba a mi vez completamente a mi satisfacción? Aquella intimidad, que comenzaba apenas, ¿era antigua o nueva?

El demonio de la soberbia, no obstante, abatido y aletargado con el golpe de la escapatoria, comenzaba á revolverse y hacerle cosquillas en el alma. El resquemo de la humillación no se suavizaba, antes iba siendo cada días más áspero é insufrible.

Y Rafael, escondiéndose del padrino para galantear a su hija, aguardaba pacientemente a que un día se plantase el viejo delante de él, diciéndole con su campechana rudeza: «¿Pero qué esperas para llevártela, bobalicón? Carga con ella y que de salú te sirva». Comenzaba a amanecer. Rafael veía más claramente la cara de su novia al través de la reja.

Cuando Paquito Luján llegó a su casa comenzaba a oscurecer, y la escalera y el vestíbulo estaban ya completamente iluminados: cuatro grandes estatuas desnudas, de mármol blanco, alumbraban este y aquella, elevando sus manos artísticos candelabros de bronce con seis mecheros.