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Los Dandolo y los Vitré, el doctor Delviniotis, el juez y el capitán pasaban algunas veces días enteros alrededor de la hermosa enferma. Ella los retenía con alegría, sin darse cuenta del motivo secreto que la hacía obrar así. Es que ya comenzaba a evitar las ocasiones de encontrarse sola con su marido.

Entre tanto, el tal subsecretario, el general y el periodista español, no se apartaban un punto del marqués, que ya estaba en voz nuevamente y comenzaba a hacer pinitos parlamentarios. Estaba muy satisfecho del interés que se habían tomado por su salud el canciller de acá, el embajador de allá, un ministro del kedive de Egipto y cien eminencias más que veraneaban por allí.

Blanca, pálida como de costumbre, lo llamaba a ratos a su lado, le pasaba la mano por la cara, le daba en ella cariñosas palmaditas con una fisonomía fingidamente huraña y resentida, ante la cual el viejo comenzaba por aflojar las rodillas, y por estirar los labios, y concluía por caer rendido como un criminal arrepentido, sobre un muelle y riquísimo puf que la enferma había hecho acercar a su lado.

Cuando hubo arrancado el tren, corrió la ventanilla, para evitar el aire frío, y al través del cristal, que se humedecía con su aliento, se puso a mirar el paisaje. La inacabable llanura verde comenzaba a cubrirse con un ligero esplendor de oro. Hileras de álamos surgían y se precipitaban al paso del tren.

Sobre las medias blancas Garabato introdujo las de seda color rosa, las únicas que quedaban visibles en el traje de torero. Luego, Gallardo metió sus pies en las zapatillas, escogiéndolas entre varios pares que Garabato había puesto sobre un cofre, todas con la suela blanca, completamente nuevas. Ahora comenzaba realmente la tarea de vestirse.

La atmósfera del cuarto de la enferma estaba pesada y envolvía mi cabeza como un manto sofocante; los vapores de fenol me quemaban el cerebro; la respiración comenzaba a faltarme. Corrí a la ventana y apoyando mi frente en el marco, aspiré el aire frío de la noche que penetraba en el cuarto por las rendijas. El día apareció a través de las cortinas, un día frío y gris, sumido en la niebla.

Y sin el cañoneo de Divès todo se hubiera perdido, porque los defensores eran menos de uno contra diez, y el enemigo comenzaba a hacerse dueño de la trinchera.

Pero, ¿no hay leyes, no hay justicia más rigurosa? Mientes; cállate, o te hago amordazar de nuevo decía el corregidor enfurecido. Pero la multitud, que comenzaba a encontrar la conversación muy divertida, se aproximó más, y como el señor Pérez se encontraba en la posibilidad de huir, el gitano continuó: Dice usted que miento, señor Pérez, ¿quiere usted pruebas? ¡Te callarás, renegado!

Pepa sentóse en el otro brazo y siguió haciendo carocas al duque. Este comenzaba a fijar más la atención en ella. Sus miradas frecuentes la envolvían de la cabeza a los pies, notándose que se detenían en el pecho, alto y provocador. Pepa era una mujer fresca, apetitosa.

Cuando bajó del palco un poco aturdido y se sentó de nuevo al lado de Aurelia, le dijo ésta: ¡Qué hermosa es esa señora!... Pero yo sigo creyendo que no se parece a mamá. Raimundo, que no se acordaba en aquel momento de tal parecido, sintió un leve estremecimiento y balbució: Pues yo le encuentro un cierto aire.... Ahora ya no era más que aire. El joven comenzaba a sentir remordimientos.