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Muchas lágrimas había derramado cuando sintió el ruido del coche de Jacinta que partía, y entonces salió a la sala. Doña Lupe se despedía de la comandanta, ofreciéndole tomar diez papeletas de la rifa de la colcha, y hacía una seña a su sobrina indicándole que era hora de retirarse. Dieron un vistazo y un apretón de manos a la enferma, y salieron.

¡Bah! tengo buenos ojos, y Raúl es un hombre demasiado galante para... En este momento llamaron al ventanillo y el objeto de esos elogios mostró su fino bigote en la estrecha abertura. Con su inconveniencia natural, la comandanta iba a acogerle amablemente como visitante, pero al verse en un espejo los papillotes desrizados y el peinador deslucido, se escondió precipitadamente en el comedor.

Solamente Hardoin, poco simpático a la comandanta por la bondad burlona que oponía a sus jeremiadas, inspiraba a su joven vecina una confianza hija de la mutua simpatía. Al principio de su instalación, deseando encontrar lecciones para aumentar su pobre presupuesto, se había dirigido a él para que la recomendase a su clientela.

A los diez minutos de haber salido el cuerpo, entró Severiana con los ojos hinchados, y abrió todas las puertas, ventanas y balcones para que se ventilara la casa. La comandanta empezaba a disponer el tren de limpieza, y a sacar los trastos para barrer con desahogo.

lo sueltas seco, sin achicarte ni engrandecerte; que ella, aunque se le un ochavo, siempre da las gracias con la misma boquita de merengue. Vaya... Mentira me parece que he de verme en mis cuatro paredes...». v Cuando Fortunata, después de un ratito de palique con la comandanta, penetró en la otra casa, vio cosas que la pasmaron.

Encontró a su tía en el cuarto de la comandanta en un estado verdaderamente aflictivo, ojerosa, con la cabeza pesada y un humor poco dispuesto a las bromas. «¡Bien por las valentías!... le dijo Fortunata . ¿Y qué tal se ha portado la enferma?». No me hables, hija; noche más perra no la he pasado en mi vida. No me ha dejado ni siquiera descabezar un sueño de diez minutos.

Pero como Doroteo obtuvo rápidamente sus primeros ascensos, pronto se elevó sobre la muchedumbre de «soldaderas» de tez amarillenta, cabellera aceitosa y ojos ardientes, asombrosamente flacas. Fué la capitana Martínez, luego la comandanta, y ya no tuvo que avanzar al trote junto á los jinetes, llevando sobre su cabeza el colchoncillo y las ropas que constituían el ajuar andante del matrimonio.

La comandanta y doña Lupe estaban en la sala hablando de la rifa de la maravillosa colcha que decoraba el altar. Fortunata y Severiana acompañaban a Mauricia, que se aletargaba lentamente, pues no había dormido nada la noche anterior. Doña Fuensanta, deseosa de mostrar a la señora de Jáuregui sus habilidades, la invitó a pasar a la casa inmediata.

Severiana y la comandanta las escoltaron hasta el portal. «Tenemos mucho que hablar le dijo Guillermina en la calle ; pero mucho. Lo de hoy no ha sido más que desflorar el asunto. Me ha sabido a nada. Y usted, ¿tendrá un poco más de paciencia para aguantarme?

Desde entonces no le escaseó ni los buenos consejos ni los buenos oficios, y gracias a él pudo entrar en el castillo en condiciones inesperadas. Liette tuvo, sin embargo, que romper por un día el retiro voluntario que tanto desolaba a la comandanta.