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...Otra vez me veo entre cristal y cristal, liado en mi capa, el sombrero gacho, sobre las rodillas la manta, la inevitable maleta de cartón al lado. El coche resbala sobre el asfalto; pasamos entre el vaivén mundano, al anochecer, de la Carrera de San Jerónimo. A lo largo del paseo de las Delicias brillan, en la foscura, acá y allá, vacilantes, trémulas, entre el ramaje seco, las luces del gas.

-Peor será esto que los molinos de viento -dijo Sancho-. Mire, señor, que aquéllos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente pasajera. Mire que digo que mire bien lo que hace, no sea el diablo que le engañe. -Ya te he dicho, Sancho -respondió don Quijote-, que sabes poco de achaque de aventuras; lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás.

Baldomero se interrumpió de pronto, poniéndose de pie y mirando a la distancia atentamente en forma que despertó la curiosidad de todos, que se levantaron también preguntándole: ¿Qué mira?... ...Allá... Si no me engaño... viene un coche... y viene para acá... ¿Dónde? ...Allá... bajando la loma... ¿ve?... derechito a la tranquera... ¡Es cierto! dijo Lorenzo. Ahora lo veo perfectamente.

Debo de estar pálido, desencajado... pero este egoísta no ve nada de eso». Entraron en un coche de tercera. En su mismo banco Frígilis encontró antiguos conocidos. Eran dos ganaderos que volvían de Castilla y después de hacer noche en Vetusta buscaban el amor de su hogar allá en la aldea.

Pero él no parecía, no iba... y Judit no podía decirle que fuese... En efecto, ¿qué podía pedirle?... Casa elegante, mesa bien servida, criados y un coche a su disposición... Nada le faltaba... ¡nada más que él!

Santiago se desprendió bruscamente de los brazos de su hermano y comenzó a gritar salpicando sus palabras con fuertes interjecciones: ¡Un coche, un coche! ¿no hay un coche por ahí?... ¡maldita sea mi suerte!

Después todos parecieron olvidar al español, á causa de la curiosidad que les inspiraban los desconocidos salidos del coche. Primeramente echó pie á tierra el marqués de Torrebianca para dar la mano á su esposa.

¿Pero qué pasa? dijo de pronto la superiora . ¿No llegamos todavía? Pasa, señora contestó Zalacaín que tenemos que seguir adelante. ¿Y por qué? Hay esa orden. ¿Y quién ha dado esa orden? Es un secreto. Pues hagan el favor de parar el coche, porque voy a bajar. Si quiere usted bajar sola, puede usted hacerlo. No, iré con Catalina. Imposible.

Para ir a pie a los Jardines, y, aunque se vaya en coche, para pasear luego a pie, es feísimo y sucio todo aquel aditamento de enagua blanca y de vestido que va arrastrando, llenándose de polvo, levantándole y esparciéndole en el aire, y barriendo, por último, cuanta inmundicia encuentra al paso.

Confiesa que tienes más ganas que yo de ir a Madrid. Lo confieso a la faz del mundo. Porque te aburres aquí. Porque me aburro soberanamente. Y porque necesitas un poco de expansión con tus amigos. Y porque necesito mucha expansión. ¿Bromitas todavía, socarrón? exclamó la mujercita tirándole de la nariz. En aquel momento se oyó el ruido de un coche en el patio.