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Ea pues, vil canalla, mentirosa, Aparejaos á duro sentimiento, Pues sabeis que mi voz es poderosa De doblaros la rabia y el tormento. Este hierro bañado en agua clara Que al suelo no tocó en el mes de Mayo, Herirá en esta piedra, y hará clara Y patente la fuerza deste ensayo.

Esa muchacha no ha robao naa, que venía de abajo, y corrió porque la venían siguiendo esos lechuguinos. Yo lo he oservao, y si hay alguno que me desmienta, aquí estoy yo, que soy un hombrera pa otro hombre. Tanta bulla pa naa dijo, soltando á Clara, el que la tenía asida.

La duquesa miró á don Juan, hizo un ademán de arrojarse en sus brazos; pero se arrojó de repente en los de doña Clara. La joven la estrechó entre ellos, la besó en la frente con ternura y la dijo exhalando su alma en su acento y en su voz, que sólo la duquesa pudo oír: ¡Oh! ¡madre mía! La duquesa se levantó de entre los brazos de doña Clara, y la miró al través de sus lágrimas.

Don Valentín, combatido por los opuestos sentimientos de la compasión y del terror que su mujer le inspiraba, seguía viniendo con frecuencia á informarse del estado de la paciente; pero, en vez de entrar en el cuarto y asomar la nariz á la alcoba, se quedaba fuera y asomaba sólo al cuarto la nariz, preguntando á su hija: ¿Cómo está tu mamá? Clara respondía: Lo mismo; y D. Valentín se iba.

Se diría que ella ignora el poder de sus ojos y no sabe que sirven más que para ver. Cuando fija en alguien la vista, es tan clara, franca y pura la dulce luz de su mirada, que, en vez de hacer nacer ninguna mala idea, parece que crea pensamientos limpios; que deja en reposo grato a las almas inocentes y castas, y mata y destruye todo incentivo en las almas que no lo son.

En la casa de D. Enrique vive también una dama joven llamada Clara, que, desde el primer instante, inspira á Macías la pasión más viva. El enamorado se informa del objeto de su pasión de un caballero de la corte, y oye de sus labios la respuesta siguiente: Doña Clara es mi prometida, la prometida de D. Tello.

Doña Clara no palideció ni tembló; pero sus ojos inmóviles, incontrastables, absorbieron toda entera la mirada calenturienta del bufón, con toda la expresión funesta de odio, de desesperación, de horrible alegría. ¿Qué decís? dijo marcando fuertemente su pregunta doña Clara. Digo que sois viuda.

El discurso se hace, es cierto; existe el silogismo, no cabe duda; pero es cosa tan clara, es tan obvia la deduccion, que las reglas dadas para sacarla, mas bien que otra cosa, parecerán un puro entretenimiento especulativo.

Traducción de Helen W. Lester. Chicago, A.C. Mac-Clurg and Company, 1892. Trafalgar. Traducción de Clara Bell. New-York, William S. Gottsberger, Publisher, 11, Murray Street, 1884. Zaragoza.. Traducción de Minna Carolina Smith. Boston, Little. Brown and Company, 1899. La batalla de los Arapiles. Traducción de Rollo Ogden. Filadelfia, J.B. Lippincot Company, 1895.

Estoy seguro de que no logrará V. más que ver á Clara en la iglesia, con más angustia que deleite por parte de la pobre muchacha. Y esto mientras Doña Blanca no descubra nada. El día en que descubra Doña Blanca su juego de V., será para Clarita un día tremendo y V. no volverá á verla. Váyase V., pues, á Sevilla. ¿Y qué ganaré con irme?