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No nos maravillemos de un clérigo ni fraile, porque el uno hurta de los pobres y el otro de casa para sus devotas y para ayuda de otro tanto, cuando a un pobre esclavo el amor le animaba a esto.

Este clérigo, de edad de treinta y cinco a cuarenta años, alto, de facciones regulares, ojos grandes y negros sin expresión, y figura triste y descuadernada, presumía, según pública voz, de guapo, lo mismo que de inteligente, maligno, ilustrado, etc., etc.

El taimado clérigo sabía muy bien que los tribunales eclesiásticos procuran encubrir los delitos de los sacerdotes para evitar el escándalo, cuyas consecuencias son peores. Se hace como que no se cree en ellos, para no verse en la precisión de imponer una pena que excite la atención demasiado. Determinaron, pues, acudir en queja al juez de primera instancia.

El libro es éste: Cisne de Apolo de las excelencias y dignidad y todo lo que al Arte poetico y versificatorio pertenece. Los metodos y estylos que en sus obras deve seguir el poeta, por Luys Alfonso de Carvallo, Clerigo: Medina del Campo, 1602. «Pagina 124 a.

La cantidad que se cruzaba era insignificante: al cabo de unas cuantas horas las ganancias ó las pérdidas sumaban cuatro ó cinco pesetas. Pero ambos presumían de consumados jugadores y lo eran en efecto. Las fuerzas se hallaban tan equilibradas que si el militar ganaba un día era casi seguro que al siguiente el clérigo llevaría la ventaja.

Un hombre pequeño, vestido de negro y rasurado como un clérigo, bajó los peldaños. ¡Esteban...! ¡Esteban...! dijo Luna interponiéndose entre él y la puerta de la Presentación.

El rostro de suaves líneas; los labios delgados; la nariz afilada; el mentón saliente y azuloso; la voz fina, aguda, de timbre dulzarrón. Esto le pinta maravillosamente: se cuenta en Villaverde, que nombraron albacea de un clérigo rico, que dejó largos los cien mil del águila, desempeñó con singular actividad el pesado encargo.

Pero a no se me encoge el ombligo murmuró en voz audible la duquesa, según subía las escaleras, par a par de un familiar de Su Ilustrísima, clérigo bisoño y doliente, el cual, oyendo esta expresión extraña y para él inexplicable, fué víctima de un ataque de turbación tan intenso, que tropezó en un peldaño y a poco cae de bruces.

El orgullo de la madre daba brincos de cólera dentro de doña Paula. «Su hijo era lo mejor del mundo. Era pecado enamorarse de él, porque era clérigo; pero mayor pecado era engañarle, clavarle aquellas espinas en el alma.... ¡Y pensar que no había modo de vengarse!

Aquí la dama volvió a estallar en sollozos, y se tapó de nuevo el rostro con el pañuelo. El clérigo esperó a que continuase; pero viendo que no lo hacía, tomó de nuevo la palabra. Siento mucho ese percance, señora... Pero no creo que haya motivo para tal desconsuelo. Las ofensas que se perdonan no se sienten.