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El camino de la ermita es una llana y hermosa calle de árboles, con prolongados asientos, en que cabía toda la Comunidad. Al principio de este paseo hay un viejísimo ciprés, á cuyo pie, y recostado en su tronco, es fama estaba sentado Carlos V la primera vez que vió en Yuste á su hijo D. Juan de Austria, ya casi mozo, después de muchos años de separación.

A la siniestra mano extendíase el bello jardín de los muertos, con sus anchas columnatas y sus calles de nichos vacíos. Quizá un ruiseñor cantaba entre las ramas de un ciprés religioso y sombrío como una elegía. De la honda paz de la tierra tal vez surgían esos rumores vagos, misteriosos, inquietantes, que parecen diálogos del más allá.

Amaury se quedó en pie pero tuvo que apoyarse en un ciprés, sintiendo que las piernas no querían sostenerle. Cuando la tumba quedó cubierta de tierra pusieron sobre ella una gran losa de mármol blanco, que ostentaba este doble epitafio: Aquí yace Magdalena de Avrigny muerta en 10 de septiembre de 1839 a los 20 años, 8 meses y 5 días de edad.

Y no hubieron andado un cuarto de legua, cuando, al cruzar de una senda, vieron venir hacia ellos hasta seis pastores, vestidos con pellicos negros y coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa. Traía cada uno un grueso bastón de acebo en la mano.

Pues terminó dándome un plazo de ocho días para contestarle. ¿Así, imperativamente, como un rey, como el rey de los cipreses? Así, así... El mozo tiene su arranque, a pesar de su tilinguismo y de su mentecatez. Mis discretas evasivas enardecían el espíritu del ciprés. En el resto de la noche le eludí por completo. Bailé con el cuñado de usted, con Raúl. ¡Qué diferencia!... ¿Eh?...

¿Trujo la tierna paloma En el pico de clavel Al arca la verde oliva Y á el funesto ciprés? ¿Cerca en su claustro al varón Aquella fuerte Mujer, Que en mi soberbia cerviz Me dicen que pondrá el pie, Quedando virgen y madre Del mismo que su Padre es? ¿No hablas? Respóndeme, Abre esos labios, pronuncia Mi muerte...

Todo lo que quise. Ya advertí que se preocupaba usted de . Una vez que me quedé sentada, por cansancio, vi que hablaba usted con Evaristo; el ciprés se dirigió en seguida hacia y me invitó a bailar. Yo se lo agradezco a usted... Estás equivocada. Fue iniciativa suya. no necesitas que la dueña de casa se ocupe de , porque siempre estás solicitada. Lo dice usted por consolarme.

Desearía hacer por ella lo que haría por una hija. Y así, en todas las fiestas que doy y en todas aquellas en que intervengo o tengo alguna influencia, hago que asista mi protegida. En una palabra: deseo casarla bien. Los jóvenes de cabeza de ciprés que asistían a la fiesta, al saber que Inés era pobre, huían de ella como de la peste.

Estos pobres mozos de nuestra «haut» desconocen los deleites que procura una mente docta, nutrida de lectura selecta, un espíritu iniciado en las altas emociones del arte y de la poesía. Para sus ojos mentales el mundo está vacío; no hay en él más que unos cuantos caballos alígeros, un sastre y un poco de agua de lino para convertir su cabeza en un ciprés. No es suya toda la culpa.

El sitio nada importa: ciprés, laurel o lirio, cadalso o campo abierto, combate o cruel martirio, lo mismo es, si lo piden la patria y el hogar. Yo muero cuando veo que el cielo se colora y al fin anuncia el día tras lóbrego capúz: si granas necesitas para teñir tu aurora, ¡vierte la sangre mía, derrámala en buena hora, y dórela un reflejo de su naciente luz!