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Yo no le pedia los dos cigarros que me da, sino un servicio que no me hace, una obligacion que no cumple; si quieres llamar á esto caridad, es una caridad que no me otorga, que me niega con cierto alarde de virtud; pero al cabo me la niega, y yo veria en su alarde de virtud un alarde de vanidad.

Bueno; si V. se empeña... Y dirigiéndose al mozo con voz ronca de mando: Con azucarillo y gotas, ¿entiendes? A una copa de ron. Tráete además los cigarros, para que escojamos. Se habían sentado uno frente a otro. El cadete, siempre galante, había obligado a Miguel a sentarse en el diván, mientras él se había acomodado en una silla.

Los que llegaron después con el doctor eran los más respetables, y llevaban con ellos el convoy de la expedición, enormes cestos de fiambres encargados á los mejores restaurante de la villa, cajones de champagne, cajas de cigarros. Ellos mismos, al repasar las vituallas alababan su previsión.

No puede ser, querido: esas brevas son demasiado fuertes para ; yo gasto unos cigarros más flojos... aquí tiene V... si V. gusta... Muchas gracias: yo necesito que pique un poco el tabaco; lo flojo no me sabe a nada... ¡Milagro será pensó Miguel que te tragues esa copaza y esa breva! Pues como le iba diciendo, Sr.

Era una figura enérgica e interesante. Me estrechó la mano con franqueza y cordialidad. Yo sentí crecer la vergüenza en mi pecho, y quedé turbado unos momentos en su presencia. No pareció advertirlo. Me obligó a sentarme, y acto continuo me presentó el cajón de cigarros. Comenzamos a fumar, y esto, y las miradas de aliento que me dirigía Isabel, contribuyeron a serenarme.

Cinco ó seis horas de casino todos los días le bastaban para gastar más con su persona que otros muchos con toda su familia. Vestía con lujo, pero caprichosamente y sin someterse á la moda: traía sortijas de valor en los dedos y fumaba los mejores cigarros de la provincia. ¿Por qué era republicano? Nunca hemos acertado á comprenderlo.

Asistió a grandes comilonas, con detrimento de su estómago, bebió champagne, fumó cigarros y rompió botellas. En aquellas reuniones la dignidad quedaba en el guardarropa. No obstante, los recién llegados de provincias, los extranjeros perdidos en París o los hijos de familia escapados de la tutela paternal, admiraban los nobles modales y la apostura aristocrática de aquel gentilhombre averiado.

Al día siguiente recuperó las botas, pero nada más, mientras la muchacha compensaba la desnudez de su pescuezo con incesantes cigarros despreciativos. Podeley ganó, tras infinito cambio de dueño, el collar en cuestión, y una caja de jabones de olor que halló modo de jugar contra un machete y media docena de medias, quedando así satisfecho. Habían llegado, por fin.

La conversación durante el camino había sido animada: había hecho gala ante sus amigos de una alegría sincera, aunque un poco febril. Había encendido tres o cuatro cigarros, y arrojádolos al poco de empezados. Cuando todos descendieron del coche, marchó él con paso firme, demasiado firme tal vez.

Bastaría con que uno encendiese; pero se hubiesen juzgado desairados si no se mostrase claramente que eran poseedores de todos los medios conducentes a producir el fuego. Chocaron los eslabones contra los pedernales, saltaron las chispas, ardió la yesca y más tarde los cigarros, todo en medio de un silencio solemne como el caso requería.