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Enrique aprovechó el calor de la disputa para comunicar a su primo por lo bajo algunos datos importantes acerca de la vida del Cigarrero. Ahí donde lo ves, Miguel, hace veinte años era el torero que se tiraba más por derecho en España. En Sevilla ha recibido muchas veces. ¿A quién? ¡Al toro, hombre! Muy señor mío.

El Cigarrero sonreía limpiándose la sangre con el pañuelo. Era una sonrisa tan triste y tan humilde, que a Miguel se le apretó el corazón y estuvieron a punto de saltársele las lágrimas. Sólo cuando apareció el segundo toro en el ruedo, concluyó del todo la bronca.

Por más que trabajó, hasta no poder más en los quites, el pobre Cigarrero no consiguió captarse la benevolencia, ni siquiera el perdón del público. El Gordo, en su toro, estuvo como casi siempre, pasando de muleta con maestría y pinchando bastante mal. Lagartijo toreó el suyo sobre corto y con frescura, y se metió por derecho a volapié, dando una buena estocada, pero saliendo trompicado.

Me paece a que aquí D. Enriquito habla bien... Er Gordo poniendo banderiya, ¡la corona de María Zantízima! pero matando, ¡la perra zin vergüenza de zu mare! El Cigarrero se puso muy serio y repuso enojado: A ti no te toca esí na de eso, Sebastián. Too esto señore pueen hablá lo que gusten, pero , hijo, no puée... ¿Tamo? Merluza acortado, rectificó como pudo sus brutales palabras.

¡Ah! ¿hoy hay toros? ¿Mata el Cigarrero? ¡Ya lo creo!: después de quince años que no pisa la plaza de Madrid. A eso venía, a ver si quieres ir conmigo. Hombre dijo indeciso, no soy muy aficionado a los toros; pero el Cigarrero me ha sido simpático... ¿Me traes localidad? Te traigo la contrabarrera de un amigo que está enfermo.

Pierde cudiao, Baldomero repuso el anciano con la voz anudada y llevándose la mano al corazón. Tus hijo serán lo mío. En aquel instante se oyó un gran vocerío en la plaza. Era la plebe, que saludaba la entrada del quinto toro. El Cigarrero se dejó caer sollozando en los brazos de Miguel. ¡Qué tristesa, D. Miguelito del arma, qué tristesa!

El Cigarrero dirigió una mirada vaga a los tendidos; se pasó otra vez la mano por la frente, y dejando caer al suelo la muleta, se echó a correr como un gamo sin atender a los gritos de entusiasmo, a los llamamientos que de todos lados le hacían; brincó la barrera y desapareció de la vista del público. Cuando llegó a la enfermería estaban ya allí Enrique y Miguel con el médico y algunos amigos.

Los espadas igualmente pinchaban donde podían, sin aproximarse jamás, ni por casualidad, al sitio verdadero. En vano saltó el Cigarrero más de veinte veces al redondel a poner orden; en vano les arreglaba los novillos y se los cuadraba, de suerte que no había más que dejarse caer; de todos modos la confusión, el ruido y las atrocidades de todo género no cesaron en toda la tarde.

Llegó su turno al Cigarrero: avanzó gravemente hacia la presidencia, se quitó la montera y dijo con voz ronca unas cuantas palabras que nadie pudo entender; después se fue derecho al toro, que tenía marcadas tendencias a huirse. Persiguiole infructuosamente algún tiempo en medio de la curiosidad expectante de la plaza.

Entonces el Cigarrero, por última inspiración, soltó la capa, se agarró fuertemente al rabo de la bestia y comenzó a colearla; dio tantas vueltas, que al fin cayó mareado; el Gordo la llevó con la capa lejos.