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Dolly escuchaba con aire piadoso, dirigiéndole miradas a Marner con cierta confianza de que aquellos acentos contribuirían a atraerlo a la iglesia.

Intentaba explicarse, pero á las primeras palabras le interrumpían: Es verdad... Usted es extranjero. Lo decían con cierta envídia.

¡Dichoso usted! me han dicho algunos que pocos años hace me miraban con cierta lástima, porque no era santanderino legítimo; ¡dichoso usted que puede pasarse la mitad del año en la aldea!

Yo no sabré afirmar si era doncella, Aunque he dicho que , que en estos casos La vista mas aguda se atropella. Son por la mayor parte siempre escasos De razon los juicios maliciosos En juzgar rotos los enteros vasos. Altaneros sus ojos y amorosos Se mostraban con cierta mansedumbre, Que los hacia en todo estremo hermosos.

En esto reina cierta oscuridad, que no se disipará mientras no venga uno de estos averiguadores fanáticos que son capaces de contarle a Noé los pelos que tenía en la cabeza y el número de eses que hizo cuando cogió la primera pítima de que la historia tiene noticia.

De la ventana central proyectaba una larga barra á manera de asta, de cuya punta pendía enorme rama seca, señal cierta de que el sediento viajero hallaría en la venta toda clase de bebidas, y en especial la dorada cerveza y el buen vino que tanto contribuían á la justa fama del establecimiento.

De la situación de aquellas desgraciadas, muchas de las cuales tenían consigo á sus hijos, de cierta edad y de pecho algunos, da idea un curiosísimo documento inédito hasta ahora, prueba irrecusable de lo que era el tribunal de la fe.

La silueta de los lejanos bosques, le hacía pensar en el asunto de los deslindes y de pronto se decía, no sin una secreta satisfacción, que entre los usuarios de Val-Clavin estaba una cierta viuda, de serenos y límpidos ojos, de cabellos castaños que le caían en graciosos rizos sobre las sienes, en compañía de la cual había pasado una agradabilísima velada.

Hasta la orgullosa doña Elvira, la hermana del marqués de San Dionisio, siempre ceñuda y de noble malhumor, como si se creyese postergada por haberse unido con un Dupont, concedía cierta confianza al señor Fermín, escuchándole con gesto semejante a los que había visto en el teatro, cuando una dama se digna conversar con el viejo escudero, confidente de sus pensamientos.

Paseó su mirada lánguida por los circunstantes esperando que se le pidiese explicación de aquel cansancio. Pero D. Laureano atendía a su juego; Adolfo Moreno seguía enfrascado en la lectura; Miguel Rivera, que hacía un rato había llegado, se le quedó mirando fijamente y con cierta sonrisa burlona. El único asequible en aquel momento era Mario. A él se dirigió metiéndole la boca por el oído.