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De estas observaciones nace otra regla, y es que al sentirnos bajo la influencia de una pasion, hemos de hacer un esfuerzo, para suponernos por un momento siquiera, en el estado en que su influencia no exista. Una reflexion semejante, por mas rápida que sea, contribuye mucho á calmar la pasion, y á excitar en él ánimo ideas diferentes de las sugeridas por la inclinacion ciega.

Lo dijo rugiendo, como un tirano que se ve desobedecido, como un Dios que contempla la huida de sus fieles. Hablaba en castellano, lo que era en él señal de ciega cólera. ¡Presente, capitá! gritaron a un tiempo unas cuantas voces temblonas.

, la señora tiene la desgracia de estar ciega respondió Cirilo tristemente. Hubo una pausa y al cabo la mujer profirió con acento desesperado: ¡Ciega quisiera estar yo para no ver lo que veo en mi casa!

, pero también perdían un parroquiano que les deja muchas ganancias. ¿Usted no ve que Enrique recibe encargos de toda la provincia? Eso también es verdad..., ¿pero no sabes que a los comerciantes les ciega la avaricia?... ¡Uf, qué gente más mala! Te digo que no puedo ver a los comerciantes, Ricardo; no los puedo ver, ni pintados.

¿Qué sería del mundo sin el halo divino Que nos cubre lo mismo que el yelmo de Mambrino? ¿Qué sería la vida sin la dulce poesía Que ciega nuestros ojos con sus flotantes tules, Para llenar el alma de límites azules, Y partir con un Sancho el pan de cada dia?

El marquesito sin aguardar más tomó de la mano a la joven, la sacó al medio y comenzaron a girar acompasadamente por el amplio salón. Tristán sintió de pronto vivo despecho. La invitación de la ciega le irritó sobremanera porque llovía sobre mojado.

Entre estos testimonios, los más interesantes, sin duda, son los de aquellos escritores, contrarios en general al teatro de aquel período, y cuyas alabanzas desvanecen, por tanto, toda sospecha de parcialidad y de pasión ciega .

Ciega, insensible para cuanto me rodeaba, sólo veía y oía lo que pasaba dentro de .

El rey ama á una mujer que... preciso es confesarlo, por hermosa, por discreta, por honrada, merece el amor de un emperador. ¡Pero vos estáis ciega, doña Juana! ¿no habéis comprendido que el rey está enamorado hasta la locura de doña Clara Soldevilla, verdadero sol de la villa y corte, y que vale tanto más, cuanto más desdeña los amores del rey?

Tal ascendiente tenía la señora de Santa Cruz sobre aquella alma sencilla y con fe tan ciega la respetaba y obedecía él, que si Barbarita le hubiera dicho: «Plácido, hazme el favor de tirarte por el balcón a la calle», el infeliz no habría vacilado un momento en hacerlo.