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En fin, que estuve soltando versos a chorro más de una hora. Matildita, en quien encarnaba dichosamente el espíritu amplio y receptivo del Ateneo de Madrid, los encontraba todos deliciosos, insuperables; batía las diminutas manos contra los brazos de la mecedora, y en sus ojillos, medio cerrados siempre, chispeaba un gozo vivo y sincero.

Un solo collar de perlas rodeaba su cuello y una peineta de brillantes chispeaba en su cabellera castaña. Con expresión imperiosa y casi amenazadora paseó una mirada por el auditorio como si buscase á los que debían atacarla y al que había prometido defenderla, y sus ojos pasaron sin detenerse por Marenval, Tragomer y Vesín, para detenerse interrogadores en Sorege.

El sol chispeaba en la mica de las peñas, en la reja de los arados, en el agua del río, fingiendo como un chubasco de luz, a lo lejos, sobre las sierras de Villatoro. Todo parecía impregnado de claridad y de matutino frescor, hasta el tañer de las campanas, el sonido de los yunques, y el cantar de los tejedores y caldereros en el morisco arrabal de Santiago.

No me acuerdo... ¿En qué querrías que pensase? El conde vaciló un momento; pero animado por la graciosa sonrisa de su ex-novia se atrevió a articular: En . Fernanda le miró en silencio, con curiosidad burlona bajo la cual chispeaba una alegría imposible de ocultar.

Contemplándole, chispeaba el amor en los ojos de Luz; oyéndole hablar enamorado, el fulgor desaparecía tras un velo de negras tristezas. Se la atormentaba con lo que creíamos infundirla alientos, y había que desistir de la empresa. ¡Cómo nos descorazonaba esto!

Ojos grises de ave de presa, pupilas duras donde chispeaba todavía la brasa de su orgullo, como en los tiempos en que arrastraba sus castellanas espuelas por las losas de Nápoles.

Una cascada de sol, traspasando los vidrios, entraba de sesgo en la estancia. El don rutilante y divino chispeaba en los objetos de plata, en el nácar y el metal de las incrustaciones, en el galón de las colgaduras, cayendo sobre el tapiz como una lluvia de oro de la mitología. Afuera, el resplandor matinal iluminaba las cornisas más altas; y el cielo, sin una nube, iba disipando su niebla.

Su charla bulliciosa, sus frescas carcajadas despertaban a los vecinos que aún yacían entre las sábanas, les hacían sonreir beatamente trayéndoles al recuerdo otros días de San Antonio cuando la juventud chispeaba también en sus ojos y en la copa de la vida aún no había caído ninguna gota de hiel. ¡Quién no recordaría en Sarrió alguno de aquellos viajes a la ermita en una mañana límpida y suave, con las piernas ligeras y el corazón mecido dulcemente en la esperanza de ver pronto al dueño adorado y pasar el día cerca de él!

Y apretaba más. ¡Más! volvía a decir. Seguía apretando mientras en sus ojos chispeaba una sonrisa maliciosa. ¡Más! ¡más! Basta decía ella levantándose. ¿Lo ves? ¡ya te hice sangre! ¡Qué atrocidad, ni que fuese un perro! E inclinándose de nuevo, chupaba con afán voluptuoso la gotita de sangre que saltaba en el brazo. Ambos sonreían con pasión reprimida.

Pero su alegría inagotable chispeaba en sus ojos de tan gentil manera, sonaba en la garganta con notas tan puras, tan frescas y argentinas, que como un contagio adorable se esparcía en torno suyo. Era la única riqueza que poseía.