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Vio un hombre que retenía a otro más pequeño, y en la mano de este último un relámpago blanco, tal vez un cuchillo, con el que pretendía rematar al monstruo pataleante. No vio más. Sintió que unos brazos suaves, de fina epidermis y dulce calor, le cogían la cabeza. Una voz, la misma de antes, trémula y llorosa, sonó en sus oídos: ¡Don ChaumeAy, don Chaume!...

Era ya una bestia apocalíptica, un monstruo de la noche que al arquearse llegaba a las estrellas. El ladrido de un perro y voces de personas disolvieron estas fantasmagorías de la soledad. De la sombra surgieron luces. ¡Don ChaumeDon Chaume!... ¿De quién era esta voz femenil? ¿Dónde la había oído?... Vio bultos negros que se movían, que se inclinaban, llevando en las manos estrellas rojas.

Los hombres estaban en un campo lejano que cultivaba Pep. La madre, lloriqueante y con la palabra cortada por la emoción, sólo sabía coger las manos del señor. ¡Don Chaume! ¡Don Chaume!... Debía tener mucho cuidado, salir poco de la torre, estar en guardia contra los enemigos. Y Margalida, silenciosa, con los ojos desmesuradamente abiertos, contemplaba a Febrer, revelando admiración y zozobra.

Tendido en ella como si fuese un enorme ataúd, buscaba con sus débiles ojos los intersticios, y al encontrar uno falto de carena, su alegría le hacía prorrumpir a toda voz en latinajos cantados. Al notar que la barca se movía y ver apoyado en la borda al señor, el viejo tuvo una sonrisa maliciosa, e interrumpió sus cánticos. ¡Hola, don Chaume!... Lo sabía todo.

Antes de saltar a tierra, cuando la barca hundía su proa en la grava, el muchacho le gritó con la impaciencia del que trae una gran noticia: ¡Una carta, don Chaume! ¡Una carta!... En aquel rincón del mundo, el más extraordinario suceso que podía turbar la vida ordinaria era la llegada de una carta. Febrer la revolvió en sus manos, examinándola como algo extraño y lejano.

Debían matar solas, sin que su dueño se tomase el trabajo de apuntar. La imagen de Febrer reflejándose en el cristal hizo volver al padre la cabeza rápidamente. ¡Don Chaume!... ¡Ay, don Chaume! Tal fue el aturdimiento de su sorpresa y tan grande su alegría, que, agarrando las manos de Febrer, faltó poco para que se arrodillase al mismo tiempo que hablaba tembloroso.

Y él caía y caía, durante años, durante siglos, hasta sentir en su espalda la blandura de la cama... Abría entonces los ojos. Margalida estaba allí, contemplándolo con expresión de terror a la luz del candil. Debían ser las altas horas de la noche. La pobre muchacha suspiraba de miedo mientras le cogía los brazos con sus manecitas temblorosas. ¡Don ChaumeAy, don Chaume!...

Febrer, antes de sumirse de nuevo en la inconsciencia, antes de atravesar otra vez las puertas ígneas del delirio, veía próximos a sus ojos los ojos húmedos de Margalida, cada vez más tristes y lagrimeantes en sus círculos azulados; sentía el soplo tibio de su aliento en sus propios labios, y luego estremecerse éstos con un contacto sedoso y húmedo, una caricia leve y tímida semejante al roce de un ala. «Dorga, don ChaumeEl señor debía dormir.