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No se concibe que ella converse con un mozo sin coquetearle. Una expresión de sufrimiento alteró las facciones de Muñoz. ¡Cómo debe quererla, el pobre! murmuró Lucía al oído de Charito. Y dirigiéndose a él: Adriana puede volver a quererlo, y en todo caso, de no quererlo Adriana, no ha de faltarle otra.

Casi ni le había mirado cuando murmuró aquel indiferente: "¿Cómo está?" No la sentía su novia, por cierto. Decidió acercarse y hablarla. Pero la vio tan distraída, tan olvidada de él, que un orgullo amargo le sublevó. Quiso entablar conversación con alguien y se arrepintió de haber esquivado a Castilla. Charito apareció como un ángel salvador.

Era viernes, día de recibo en casa de Charito González, su amiga más adicta, quien le había escrito pidiéndole con el mayor ahínco que no faltara a la reunión. Mamá, dijo con brusquedad, yo quiero irme hoy. Ya te dije que no. "Ah, le gusta verme morir aquí de tristeza", pensó. "Ojalá nos ocurra una desgracia".

Muñoz, avasallado, hizo un poderoso esfuerzo sobre mismo y declaró que ahora sólo deseaba el favor de una explicación con ella. ¿Una explicación? preguntó Adriana con modo desolado. Bueno, Muñoz, pero será con la condición de que esté presente Charito. Si usted lo prefiere... No, es lo mismo; déjanos solos, Charito.

Le había escrito a la estancia del señor Molina sin recibir contestación; entregó una carta, el ultimátum, a Raquel, suplicándole que la hiciera llegar a manos de Adriana; por fin, la víspera de ese viernes, Charito González le dio la seguridad de que ella vendría expresamente de la estancia. Subió Muñoz la escalera de la casa con emoción indescriptible.

¡Déjala ir! gritó Raquel abrazándola y procurando recobrar la carta. Pero dos golpes sonaron a la puerta de la habitación. Apareció sonriendo Charito, vestida de claro; una rica piel blanca envolvía, bajo el sombrero negro, su rostro ligeramente acalorado. Tomó con efusión las manos de Adriana. Anduvimos hasta esta hora con Muñoz y con mamá, haciendo compras para ti.

En medio de esta vida, que interiormente le avergonzaba, se conoció con Adriana en la casa de Charito González, antigua y leal amiga suya. Al principio no fue sino un sentimiento ligero, un suave placer de galantería y el encanto de oír las alusiones de las personas que frecuentaban la casa.

Cuando ambas volvían al salón, Lucía confesó encantada: Yo me reía, sabes, pero más por disimular, porque te juro, dejando las bromas, que Julio me gusta. Ni la escuchaba Charito. Afligida, preocupada, comprendía que cambiar los sentimientos de Adriana era ya extraordinariamente difícil. Al mismo tiempo aumentaba en su corazón la animadversión contra Julio.