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Los frailes dominicos del lugar nunca quisieron bien á la familia de los Mendozas. Á pesar de la piedad suma de las chachas Victoria y Ramoncica, y de la devoción humilde de D. José, no podían tragar á D. Diego, y se mostraban escandalizados de los desafueros é insolencias de D. Fadrique.

Aprendían á coser, á bordar y á hacer calceta; muchas sabían de cocina; no pocas planchaban perfectamente; pero casi siempre se procuraba que no aprendiesen á escribir, y apenas se les enseñaba á leer de corrido en El Año Cristiano ó en algún otro libro devoto. Las chachas Victoria y Ramoncica se habían educado así.

Don José era bondadoso y reposado, D. Fadrique un diablo de travieso; pero D. José no atinaba hacerse querer, y D. Fadrique era amado con locura de ambas chachas, del feroz D. Diego y del ya citado P. Jacinto, quien apenas tendría treinta y seis años de edad cuando enseñaba la lengua de Cicerón á los dos pimpollos lozanos del glorioso y antiguo tronco de los López de Mendoza bermejinos.

D. Fadrique era el ojito derecho de ambas señoras, cada una de las cuales estaba ya en los cuarenta y pico de años cuando tenía doce nuestro héroe. Las dos tías ó chachas se parecían en algo y se diferenciaban en mucho. Se parecían en cierto entono amable y benévolo de hidalgas, en la piedad católica y en la profunda ignorancia.

D. Fadrique, á pesar de sus chachas, se hizo impío, antes de pensar y de reflexionar, por un sentimiento instintivo. La religión no se ofreció á su mente por el lado del amor y de la ternura infinita, sino por el lado del miedo, contra el cual su natural valeroso é independiente se rebelaba.

Las chachas Victoria y Ramoncica lloraron mucho la partida de D. Fadrique; el P. Jacinto la sintió; D. Diego, que le llevó á la Isla, se alegró de ver á su hijo puesto en carrera, casi más que se afligió al separarse de él; y los frailes, y Casimirito sobre todo, tuvieron un día de júbilo el día en que le perdieron de vista.