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Delante de ellos va una tartana con el equipaje de Azorín. Cuando han arribado a la estación, Azorín, como es natural, ha sacado el billete y ha facturado sus bártulos. De allí a un rato ha aparecido el tren. Sarrió le alarga a Azorín, subido al coche, la maleta; luego, con tiento, una cesta.

En el suelo había una cesta llena de hortensias y rama verde, destinada al adorno de los floreros; Nucha empezó a colocarla con la destreza y delicadeza graciosa que demostraba en el desempeño de todos sus domésticos quehaceres.

te ríes, pero ya lo sabías... Don Juan traía una cesta enorme, que ha puesto encima de la mesa; luego me ha abrazado y me ha señalado en silencio la cesta. Yo la he mirado también en silencio. Esto era solemne; esto era trágico. ¿Qué contenía esta cesta? ¿Para quién era esta cesta? Era para : ya veo que te vuelves a reír. Ríete: yo he pasado un susto tremendo.

El roce con la gente de la imprenta había dado a su franqueza cierto tinte rudo, a veces rayano en la grosería; a sus sentimientos honrados servía de intérprete un lenguaje tosco; para verle algo aseado y compuesto, era preciso aguardar al domingo: acaso no anduviese descaminado Tirso y, andando el tiempo, tuviera ella que llevarle en cesta la comida, resignándose a ser una menestrala, es decir, el tipo contrario al de las señoritas, cuyos modales y trajes procuraba imitar.

Esto pensaba por la mañana, después de lavarse y encender la lumbre, cuando cogía la cesta para ir a la compra. Púsose el manto y el pañuelo por la cabeza, y bajó a la calle. Lo mismo fue poner el pie en la vía pública que sus ideas variaron. «¡Pero vivir siempre con este chico... tan feo como es! Me da por el hombro, y yo le levanto como una pluma.

La hermosa viuda, con el niño en brazos y apoyando en la fuerte cadera la cesta de las compras, salió de la estación con paso lento. Quería que la adelantasen en el camino aquellas comadres hostiles; que la dejasen marchar sola, sin tener que sufrir el tormento de sus murmuraciones. En las calles del pueblo, estrechas, tortuosas y de avanzados aleros, había poca luz.

Mas siéndole preciso sostener la comedia de su asistencia en la casa del eclesiástico, salió como todos los días, la cesta al brazo, dispuesta a no perder la mañana y hacer algo útil. Al salir le dijo su ama: «Me parece que tendremos que hacer un obsequio a nuestro D. Romualdo... Conviene demostrar que somos agradecidas y bien educadas.

Venían hacia él por los bordes del camino los veloces rosarios de muchachas, cesta al brazo y falda revoloteante, de regreso de las fábricas de la ciudad. Azuleaba la huerta bajo el crepúsculo.

En segundo término y en el fondo, el jardín, con grandes árboles y macizos de flores. Del centro parten tres paseos en curvas. El de la izquierda conduce a la calle. Sillas de hierro. Es de día. ELECTRA, PATROS, con una cesta de flores que acaban de coger. Déjame aquí las flores y toma la carta. Y van tres hoy. No caben en el tiempo las infinitas cosas que Máximo y yo tenemos que decirnos.

Muchas fábricas, mucho carbón, muchas chimeneas despidiendo columnas de humo negro y espeso. Nolo miraba con ojos torvos todo aquello y tenía vivos deseos de dejarlo atrás. Ya lo dejó, ya camina por la carretera llamada Descolgada á causa de sus agrias pendientes, ya pasa por delante de Villa. Hermosas praderas, hermosas pomaradas, hermosas niñas con su cesta sobre la cabeza por la carretera.