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Entonces la de la Canela volvió tristemente sus ojos en derredor, sin hallar sitio donde albergarse; pero la misma contrariedad sugiriole repentina y felicísima idea, que al instante puso en ejecución. Metiose bonitamente en una cesta, y así pasó la noche en fácil y tranquilo sueño. Indudablemente aquello era bueno y cómodo: cuando tenía frío, tapábase con otra cesta.

El negro manifiesta su desprecio, escupiendo y se marcha; no ha visto nada... Tampoco ha visto nada ese muchacho maltés, cuyos ojos de carbón brillan maliciosos bajo su birreta. Tampoco ha visto nada aquella mahonesa de tez de ladrillo que se aleja riéndose con la cesta de granadas encima de la cabeza...

Al fin cesó en su cháchara, porque le rendía el sueño, ayudado por el ron. A fin de no aletargarse del todo en la comodidad del lecho, tendióse en el banco del comedor, poniendo por almohada una cesta. El señorito, cruzando sobre la mesa ambos brazos, había dejado caer la frente sobre ellos y un silbido ahogado, preludio de ronquido, anunciaba que también le salteaba la gana de dormir.

La muchacha también llevaba una cesta de blanco mimbre, cuyas tapas movíanse al compás de la marcha, haciendo que el interior sonase a hueco; pero no se preocupaba de ella, atenta únicamente a mirar con ceño a los transeúntes demasiado curiosos o a pasear ojeadas hurañas de la señora al cochero o viceversa.

Pep emprendió el camino de regreso a su alquería luego de este breve saludo, como un servidor respetuoso y enojado que sólo se permite con su amo las palabras indispensables. Vuelto Jaime al interior de la torre, cerró la puerta, dejando la cesta sobre la mesa. No sentía apetito: cenaría más tarde.

A la mañana siguiente, cuando pasó Samson, el cochero, le pregunté si recordaba las señas de un hombre con una caja, que había venido en el coche el día anterior; pero no recordaba mas que de un carnicero con una cesta y de una mujer con un saco. No tenía mucha confianza en Samson, porque era hombre muy marrullero, y no quise preguntarle más.

Por poco tumba a un ciego, y le volcó a una mujer la cesta de los cacahuetes y piñones. Atravesó la Ronda, el Mundo Nuevo y entró en la calle de Mira el Río baja, cuya cuesta se echó a pechos sin tomar aliento. Iba desatinado, gesticulando, los ojos fulminantes, el labio inferior muy echado para fuera.

Febrer le dejó cantando la misa mientras terminaba su carenaje. En la torre encontró la cesta de su comida sobre la mesa. El Capellanet la había dejado sin esperar, obedeciendo sin duda a algún llamamiento urgente de su padre malhumorado. Después de comer volvió Jaime a contemplar los dos agujeros que los proyectiles habían abierto en el muro.

Ricardo siguió a la niña como un cordero hasta una habitación clara y llena de armarios que daba a la huerta. En el centro de ella y sobre una mesa se hallaba una gran cesta atestada de ropa recién lavada. ¿Quieres ayudarme a bajar esta cesta y ponerla aquí cerca del armario? ¡Pues no faltaba más! La cesta era enorme y costó trabajo llevarla al sitio designado.

Haciendo un esfuerzo supremo llegué al lugar donde Ruperto había cambiado de rumbo, e imitándole, volví a verle, en compañía de una muchacha, a la que obligaba a bajar del caballo que montaba. Ella era sin duda la que había lanzado aquel grito. Parecía una campesina y llevaba una cesta pendiente del brazo. Probablemente se dirigía al mercado de Zenda. El caballo era fuerte y de buena estampa.