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Una monja pequeña, gorda, de vientre hidrópico y nariz exigua y colorada, que en aquel momento llevaba un vaso a los labios, levantó la cabeza. Buenos días, señor Paco... Hasta ahora no han caído más que cuatro. ¿Quiere usted un poquito para abrir el apetito? A mi patrón le hizo mucha gracia aquello. Para abrir el apetito, ¿eh? Deme usted algo para cerrarlo, que me vendría mejor. ¿Y las hermanas?

En torno de las rosas colocó en vez del relleno verde de almoraduj y malva otro de alelíes blancos y morados y en seguida una faja de geranios de todos colores, combinándolos graciosamente. Estaba hecho el ramillete. Para cerrarlo cogió algunos puñados de tomillo y los fue agregando a fin de que le sirviesen de apoyo.

Doblolo, deslizándolo dentro de un sobre, y sin cerrarlo lo entregó a su amigo. Al levantarse Miranda para despedirse, acercose a Colmenar, y, hablándole bajo, casi al oído, murmuró: Estás bien seguro... bien cierto de lo de... los dos mill.... ¡Me quedé corto! No tienes sino informarte allá.

Abrió el paraguas, mas a los pocos pasos, el viento que soplaba huracanado en el Campo de los Desmayos se lo volvió. En la imposibilidad de cerrarlo y sintiéndose empujado violentamente por el huracán, el joven excusador se refugió en el negro, enorme portal de Montesinos. Nunca pasaba por delante de él sin sentir cierto estremecimiento de temor y curiosidad.

Hacedme la merced de meter eso otra vez en ese cofre, de cerrarlo y de llevároslo. ¿Y si me lo roban, señor? ¡Eh! ¡Si os lo roban, qué importa! ¡Adiós! Pero... Adiós, ya os veré. Y don Juan salió.