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Era la hora en que apenas se ve un transeúnte. Los vecinos de Lancia comen generalmente a las dos. A las tres están, pues, de sobremesa o reposando. Al final de Cerrajerías, en la esquina de la calle de Santa Lucía, está la iglesia de San Rafael, que tiene su entrada principal por aquélla. El conde penetró en el templo, después de tomar agua bendita, como el que va a hacer sus oraciones.

Su fachada, si es que tal nombre puede darse a aquella lisa pared con pequeños huecos tirados a granel, daba a la calle de la Misericordia, una de las más céntricas de la ciudad. Una de las ventanas, quizá la más ancha, enfilaba la calle de Cerrajerías, y por ella se veía la catedral a lo lejos.

Se hizo vestir rápidamente, se puso sobre el pecho la banda de Carlos III y todas las cruces que había ganado. Eran tantas que, no cabiendo en el costado izquierdo, tenían que ir algunas al derecho. En esta forma se hizo conducir a la ventana que enfilaba la calle de Cerrajerías, y allí se colocó en pie.

Había rogado a Amalia que las suprimiese; pero no le hizo caso alguno. Y él se consideraba absolutamente incapaz de oponerse a su voluntad. Pasó la mañana nervioso, alterado. Para calmarse dio un paseo a caballo; llegó hasta la Granja; pero volvió al cabo con la misma intranquilidad que había salido. Cuando llegó la hora señalada salió de casa y tomó la calle de Cerrajerías.

Todo se lo perdonaba de buen grado: que viniese borracho a las tantas de la madrugada, que le empeñase los pendientes, los cubiertos, hasta el capuchón de abrigo; lo que no podía sufrir era que se le viese entrar en casa de una perdida que vivía en la calle de Cerrajerías. Al decir esto la hija del Jubilado soltaba un torrente de lágrimas.