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El tío Frasquito, cepillado ya, limpio y resplandeciente, con sus finísimos guantes de piel de Suecia en una mano y un ligero cabás de Leopoldina Pastor en la otra, entró en el comedor y pidió un refresco de grosella... No llegó a tomarlo: una muchacha de las del servicio apareció dando gritos, sin poder articular, haciendo gestos desesperados de que la siguiese... En un pasadizo cerca de la cocina, frente a una puerta entreabierta, estaba Diógenes, tendido boca arriba, con los brazos en cruz, doblada una pierna, revestido el semblante de una palidez cadavérica, sobre la que se destacaba sus rojas manchas granujientas, amoratadas entonces, casi negras: parecía muerto.

Uno, padrazo ya, con el corazón estremecido y la frente arrugada, se contenta con un traje negro bien cepillado y sin manchas, con el cual, y una cara honrada, se está bien y se es bien recibido en todas partes; pero, ¡para la mujer, a quien hemos hecho sufrir tanto! ¡para los hijos, que nos vuelven locos y ambiciosos, y nos ponen en el corazón la embriaguez del vino, y en las manos el arma de los conquistadores! ¡para ellos, oh, para ellos, todo nos parece poco!

Vestido con aquel traje de campo que tan bien le sentaba, montaría a caballo, pero sin faltarle un botón en la chaquetilla, sin el menor descosido en los calzones, con una camisa siempre blanca como la nieve, bien cepillado, lo mismo que un señorito de Jerez.

Pero, el sábado por la mañana encontró al despertarse su mejor uniforme cuidadosamente cepillado, sus botas bien embetunadas y la camisa más fina preparada al pie de la cama, como por el asistente más meticuloso. Y el joven se quedó encantado. ¡Querida tía Liette!