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Tema una amiga, hija de alemán y de norteamericana, cuyos padres vivían en Berlín después de haber hecho fortuna en los Estados Unidos. Las dos se escapaban de sus casas por la noche para ir a los cafés más célebres en compañía de unos novios con los que nunca habían de casarse. Este acompañamiento no las impedía cenar con ricos señores de la industria y de la Banca que celebraban un buen negocio.

Fortunata pensó que, en efecto, se había atufado, pero no con brasero. Cediendo a los ruegos de su marido y de doña Lupe, se acostó, y a prima noche estaba más tranquila, desvelada, sin ningún apetito, oyendo con desagrado el ruido de los platos y cucharas que del comedor venía a la hora de cenar.

Ella repitió lo mismo: que no tenía ningún miedo, pero que era ya casi noche y de seguro la esperaban para cenar. Y después de prometer Andrés volver al día siguiente, se separaron, dándose un largo y afectuoso apretón de manos. Era la hora del crepúsculo, tan suave y melancólica en el campo.

Terminada la procesión, el señor don Andrés tenía que echar el bodegón por la ventana y dar de cenar a los apóstoles, a los profetas, a los antiguos personajes bíblicos, a la plebe de Jerusalén, a los nazarenos y a la guarnición romana.

Llegaba casi siempre al mediodía para retirarse después del toque de oraciones. Eso cuando él mismo no se invitaba a cenar, y echaba de sobremesa un partida de triunfo con el anciano. La intimidad acordábale fueros especiales, movíase como en su propia casa, se chanceaba con los religiosos, sabíale el nombre a todos los criados. Su situación era, sin duda, la más prominente.

Andrés entró en la rectoral, dio la última mano a su equipaje, fue a la cuadra a ver cómo había bajado el caballo, y cuando llegó la hora se puso a cenar con su tío. Mientras duró la cena hablaron poco. Andrés estaba preocupado e impaciente; su tío mostrábase triste, y viendo que el sobrino lo estaba también, callaba, agradeciéndole esta tristeza, que creía originada por la marcha.

Basta de locuras, don Juan dijo Dorotea ; os he llamado para cenar con vos antes de separarnos para siempre. ¡Separarnos! pero eso no puede ser. ¿No veis que estoy vestida de una manera particular? Eso es, Dorotea, que os habéis propuesto demostrarme que sois más blanca que las perlas, que vuestros ojos brillan más que los diamantes, que vuestra hermosura domina á todas las riquezas.

El español había creído percibir, desde la entrada de su amigo, cierto olor de ginebra. Indudablemente él y Moreno habían tomado algunas copas de este licor antes de emprender su regreso. Tal vez esto era el motivo de su excitación, por no estar acostumbrado á las bebidas alcohólicas. Watson, que había terminado de cenar, se fijó en la tenacidad con que le miraba Torrebianca.

¿No sabe usted?... Vengo sola desde casa de D.ª Trinidad... Vengo a cenar con ustedes... Pero háganme el favor de mandar un recado a papá. Se esforzaba en aparecer serena y risueña. Conque solita, ¿eh? Solita a las ocho de la noche dijo D. Martín en tono de broma. ¡Ay, si supieran ustedes qué agitada venía!... Anda tan poca gente por la calle.

Tiempo quedaba para hablar de lo ocurrido; ahora, á cenar. ¡Qué demonio! No había que gemir tanto por culpa de un tío judío. Si el tal viera todo esto, ¡cómo se alegrarían sus malas entrañas!... La gente de la huerta era buena; á la familia del tío Barret la querían todos, y con ella partirían un rollo si no había más.