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Tal vez no, tal vez no...». Cuando esta idea u otra semejante le refrescaba el recuerdo de la inaudita escena y altercado en el gabinete de la santa, sentía la pobre mujer que la conciencia se le alborotaba, y no podía aplacarla ni aun arguyéndose que la otra la había provocado. «Me cegué, no supe lo que hice.

Lucía, prevaliéndose del permiso y animada con lo poco de turbación que en su tío advirtió, expuso así una de sus hipótesis: Pues, señor, yo me cegué al principio por exceso de vanidad. Pensé que el cariño de tío que V. me tiene le llevaba, para complacerme, á mirar con interés á Clori y á Mirtilo, y á procurar e buen fin de sus amores. Ya he variado de opinión. Ya la hipótesis es otra.

No creas que me ofusqué, que me cegué y que no comprendí desde el primer momento la intensidad y la fealdad de mi delito y el casi irresistible impulso que a cometerle me llevaba.

¿Pero qué amor es ese?... un amor de dos horas. ¡Ay, don Francisco! en dos horas... menos aún, en el punto en que la vi... ¿Luego la habéis visto? . ¿Dónde? Perdonad, no me pertenece el secreto. Guardadle, pues; pero entendámonos: ¿decís que habéis visto á esa dama? Dadme sus señas. No puedo daros seña alguna, porque fué tal el efecto que me causó su hermosura, que cegué.