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Salía en coche a dar largos paseos con Cecilia o con Ventura, y solía llevar a su nieta Cecilita, en quien adoraba. Don Rufo hablaba de la necesidad de trasladarse a otro clima, a otro país más elevado sobre el nivel del mar, donde el aire tuviese menos presión.
De las dos niñas, la primera, Cecilita, tenía ya dos años y medio; la otra, Paulina, contaba ocho meses. Lo mismo una que otra, vivían al calor maternal de su tía. Ella las lavaba, ella las vestía, las daba de comer, las sacaba a paseo, enseñaba a orar a la primera.
Quiso probar sus fuerzas y darse a sí misma una prueba de que estaba mejor. El móvil inmediato fué llevar a su nieta Cecilita una muñeca, cuyo vestido desgarrado le acababa de coser la doncella. Los peldaños se le hicieron muy altos. Al llegar a la mitad tuvo que detenerse a tomar aliento. Cuando llegó al piso, dijo en la voz más alta que pudo: Cecilita, hija mía, ¿dónde estás?
Quieta, Cecilita, quieta, que si le enseñas mis cartas a tu tía, me va a ganar. No hagas caso, monina, tira por ellas decía la joven riendo.
Palabra del Dia
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