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Estábanle mirando los Cozocas desde la plaza de su Ranchería, y apenas el Padre se puso á mirarlos con la cruz en la mano, cuando prorumpiendo en gritos descompasados, á la usanza de bárbaros, le dispararon una tempestad de saetas, que á no repararlas Dios con su mano poderosa, hubiera quedado muerto. Los cristianos y cathecúmenos, viendo las cosas tan contrarias, se retiraron atrás.

Partióse, finalmente, echando mil bendiciones á aquel pueblo, tan deseoso de recibir la santa fe, trayéndose en su compañía aquellos Zamucos enviados de su cacique; y reconocido el país de los Cucarates, pasó á San Juan Bautista, donde los neófitos recibieron y acogieron á los dos cathecúmenos con extraordinario afecto, tratándolos con aquellas cortesías que el celo del bien de sus almas y el amor á Dios dictan á los que son nuevos en la santa fe.

Cuadró á todos la interpretación, pero singularmente al apóstata, á quien el remordimiento de la conciencia le decía lo mismo á su corazón con más eficacia; por lo cual, sin detenerse, fué con todos los infieles que allí había derechamente á San Rafael; éstos para alistarse en el número de los Cathecúmenos y aquél para enmendar y satisfacer con la penitencia su pecado, como lo hizo, viviendo de allí en adelante en temor de Dios y con honestidad ejemplar.

Cuál fuese la pompa, y lo que más importa, el santo fervor de devoción con que desde el primero al último veneraron estos nuevos cathecúmenos la Santa Cruz, no es fácil referirlo.

Mientras ellos procuraban valerse de todas las suertes de su crueldad y fiereza para darle la muerte, los cathecúmenos desde lejos procuraban librarle de ella, amenazando á los Cozocas que vendría sobre ellos la ira de Dios y les daría su merecido, como á su costa ellos lo habían experimentado; y ó fuese porque el temor les hiciese caer en la cuenta, ó porque Dios reprimiese su orgullo, dándoles más acerbos dolores en los brazos, se pararon algún rato y dieron tiempo y oportunidad al siervo de Dios para acercarse al Mapono, y con modo cortés y afable le dió á conocer el poder de Jesucristo, que por más que él y los suyos lo intentasen, si no era voluntad de su Divina Majestad, no le podrían quitar un cabello; y que sus Tinimaacas, por más que se jactasen de que eran señores del cielo y dueños del mundo, al fin no eran otra cosa que miserables y flacas criaturas condenadas por su culpa á cárcel perpetua en el infierno.

Quiso, con todo eso, el Apostólico Padre pasar adelante, pero halló la gente confinante tan envenenada por aquella cruelísima matanza, urdida y maquinada á traición, que quería vengar la injuria en las vidas de los nuevos cristianos; por lo cual le fué preciso retirarse con presteza para que los inocentes no pagasen la pena de los culpados, difiriendo la empresa para cuando el tiempo pusiese en olvido el agravio y desahogando entre tanto su celo en otras tierras, cuyos moradores iba juntando en la nueva Reducción, la cual trasladó á sitio más cómodo para la salud de los cathecúmenos, en una llanura que de la banda de Oriente miraba á los Puyzocas, por el Norte á los Cozocas y á los Cosiricas por Occidente.