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Tuvo, pues, ocasión de ir pasando revista, según entraban, a todas las personas que fueron a la tertulia aquella noche. Rafaela no aparecía y el Vizconde casi había perdido la esperanza de que apareciese, cuando al fin la anunció en voz alta un criado, diciendo desde la antesala: La señora de Figueredo y el Barón de Castell-Bourdac.

Subió de dos en dos los escalones de la casa de Rafaela, y brincándole aceleradamente el corazón en el pecho, llamó a la puerta. El Barón de Castell-Bourdac, que acababa de llegar, fue quien le abrió. El espanto y el dolor estaban pintados en su cara. Rafaela ha muerto, dijo, y lloró como un niño. Grande fue también la pena y el horror del Vizconde.

Llegó por último la hora de partir, sin que Rafaela cediese, sin que al menos diese esperanza. Vio Rafaela al Barón de Castell-Bourdac y le encargó que fuese a buscar su abrigo. Se despidió luego de la Sra. de Pinto, y, siempre del brazo del Vizconde, se dirigió a la antesala.

Allí estaban el Barón de Castell-Bourdac, quien casi o sin casi es del Faubourg; dos príncipes rusos, descendiente uno de Gengiskan y otro de un compañero de Rurik; tres marqueses italianos; y una condesa polaca, de la clarísima estirpe de los Jaguelones.

Por no tener vicio alguno, no fuma, y también porque el fumar le parece plebeyo, apestoso, impropio de un Castell-Bourdac y en plena disonancia con el ideal del atildado y noble cortesano del antiguo régimen tal como él se le representa. El Barón no debe nada a nadie y nadie puede jactarse de que él le haya pedido dinero prestado. Cada día come en una casa distinta.

El Barón de Castell-Bourdac es el personaje más inverosímil y complejo de cuantos he conocido. Sus excentricidades mueven a risa, sus chistes, sus exageraciones y sus embustes involuntarios nos divierten a par que rebajan el concepto que de él formamos; pero cuantos le conocen y tratan y penetran bien en el fondo de su alma, no pueden menos de quererle y de estimarle. La fantasía del Barón ha bordado su vida sencilla y honrada, desfigurándola con falsos adornos. Sobre la historia ha venido a sobreponerse la leyenda: pero aunque por la leyenda aparezca el Barón como personaje cómico, por la historia es siempre digno de respeto. No pretendamos tasar y aquilatar con exactitud lo egregio y lo rancio de su nobleza.

En esto volvía ya el Barón de Castell-Bourdac, muy diligente y apresurado, con el abrigo de Rafaela. Trató de disculpar su tardanza, puso el abrigo a la dama, le dio el brazo, bajó con ella la escalera y sin duda la acompañó en coche a su casa. El Vizconde apenas se dignó reparar en esta intimidad de Rafaela y del Barón, a quien había calificado de tan simpático como inofensivo.

Aunque el Barón de Castell-Bourdac, restablecida en gran parte la hacienda de su casa, poseyó por entonces bastantes bienes de fortuna, que hubieran podido servirle de sostén y aun de resorte para su elevación en la política, por desgracia e no quiso mezclarse en nada, y no acertó a emplear mejor su actividad que en disipar alegremente sus bienes y volver a quedarse pobre.