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Su madre, la hija menor de las que había tenido el gigante, era viuda de un jándalo rico, que se murió a los dos años de casado. Esto me lo contó a cañonazos y muy poco a poco el ochentón de la Castañalera, que con ser tan grande y tan feo, no era desagradable: a mi ver, por el fondo noblote y honrado que se descubría a través de los poros de su corteza silvestre.

Al otro día, muy temprano, se largaron a Robacío la hermana y el cuñado de Neluco; y pocas horas después, ¡ay! me abandonó también toda la familia del gigantón de la Castañalera. ¡Y aquélla fue la más negra para !

En las en que se hallaba el vejancón de la Castañalera, cada vez menos socorrido de palabra y de asuntos de conversación, solía interrumpir los largos paréntesis de silencio con descargas como ésta y dos cachiporrazos en el suelo: ¡Vaya, vaya con el bueno de don Celso que se nos quiere morir sin más ni más! No, no; pues como valga la mía, no te sales con la tuya. Eso te lo juro yo.

Dígolo porque no solamente me pasé el resto de aquella tarde y una buena parte de la noche dando vueltas al que me había regalado Neluco, para «ver lo que tenía dentro», sino que al despertarme al otro día, lo primero que se me metió entre los cascos del meollo fue la duda de si era o no la nieta del gigante de la Castañalera tan guapa y tan donosa en realidad como el médico me la había pintado y la había visto yo cuando me interesaba menos que entonces; y con esta duda, el propósito firme de ir a aclararla con mis propios ojos en cuanto me levantara... «Porque lo que yo me decía , no es que me importe dos cominos, en definitiva, la aclaración; no es que me llegue al alma por ninguna parte la persona, pero me interesa mucho el caso.

Creo que, con ánimo de ver al gigante de la Castañalera ante todo, fui a la cocina, en la que no cabía la gente; que supliqué a los «sobrantes» que se retiraran a descansar a sus casas, ya que, desgraciadamente, no eran necesarios allí sus buenos servicios, y hasta que conseguí en gran parte lo que pretendía; recuerdo que hallé a Mari-Pepa y a su hija convenciendo al hombrón de que las cosas habían parado en lo que acababan de parar porque no había otro camino para ellas, y de que, como ya no tenía remedio lo sucedido y él se hallaba bien cenado y en buena compañía, érale muy conveniente, para descansar y endulzar los pensamientos, acostarse en la cama que se le tenía preparada y bien lejos de los ruidos de «lo otro»; que no costó gran trabajo convencerle; que se dejó conducir a un cercano dormitorio; que se acostó; que le hicimos la tertulia hasta que le acometió el sueño, y que se durmió como un tronco y le dejamos roncando.

Mari Pepa esparcía en el suelo las colchas y pañolones que habían acopiado en el saqueo y andaban en confuso montón sobre las sillas; Lita escogía y combinaba colores y tamaños, y Pito Salces y yo, encaramados en muebles de la necesaria altura, clavábamos en las paredes, y tan arriba como nos era posible, con tachuelas, con puntas... hasta con clavos «trabaderos» y cuanto habíamos podido haber a las manos en una mechinal de la bodega en que acumulaba Chisco las reservas de esta especie, lo que la diligente y afanada nieta del gigantón de la Castañalera nos iba alargando con sus manitas primorosas, de lo desparramado por el suelo.

Convenía la parada a mis propósitos, y la hice. No por eso dejé de frecuentar la casa del octogenario de la Castañalera: al contrario, y hasta comí con la familia dos veces en aquella temporada; sólo que procuraba a menudo llevar a Lita al terreno y al estilo de nuestras primeras intimidades, economizando mucho las insinuaciones de otra casta, y usándolas únicamente para conservar «arrimados los fuegos».

La luz que Facia había encendido en la lamparilla del dormitorio al salir de él, y que aún conservaba en la mano, iluminaba un poco aquellas fauces entenebrecidas; y así pude entreverlas atascadas, materialmente, de figuras apiñadas y oscilantes que miraban hacia nosotros con impaciencias voraces; y aun hubiera jurado yo que allá en el fondo, detrás de toda la masa, pero alzándose un codo sobre la cabeza del más talludo, relucían, como dos linternas en un túnel, los ojazos verdes y saltones del gigantón de la Castañalera.

Por no acercar demasiado al gigantón de la Castañalera al cuadro que tan tristemente le impresionaba, comimos todos con él en la perezosa de la cocina, servidos por Tona, mientras su madre cuidaba del enfermo.

Pues escucha, Marcelillo, que allá va el documento: don Pedro Nolasco de la Castañalera, alcalde que fue de este Real Valle en mil ochocientos treinta y dos, regidor en mil ochocientos treinta, teniente de alcalde en mil ochocientos veintisiete, síndico en mil ochocientos veinticinco, antiguo empleado en el lavadero de lanas de los señores Botifora y Compañía, extramuros de la ciudad de Valencia... Ordeno y mando.