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Pronto supe que en todos los corrillos, en todos los mentideros, en cada casa, decían y repetían que estaba yo enamorado; que me bebía los vientos por la hija del acaudalado dueño de Santa Clara. Una tarde recibí una cartita de don Román, una esquela muy punticomada, escrita gallardamente, con aquella la excelente letra de Palomares que años atrás dió a mi maestro fama de habilísimo pendolista.

Pero Agapo insistió. ¿Qué mal había en ello? ¿acaso iba a mancharse los dedos y a condenarse a infierno perpetuo por recibir la cartita del primo y dejarse querer? ¡Porque Quilito la quería, la adoraba! ¿y no era lógico esto, que se adorase a una santita como ella?

Contribuía a conservarle en ella el que de vez en cuando Clementina, por arrancarse quizá momentáneamente a sus afanes y enojos, le escribía una cartita diciéndole: "Hoy a las cuatro", o bien: " por la tarde a la Casa de Campo". Y en estas entrevistas, acometida de súbito capricho, recordando las primeras y gozosas etapas de su amor, se mostraba tierna y cariñosa, le juraba eterna fidelidad. ¡Oh, Dios! ¡qué infinita, qué celestial felicidad experimentaba el joven entomólogo oyendo tales juramentos de aquellos labios adorados!

No contenía más que unos cuantos renglones. «Carmen está muy grave. Ya el doctor mandó que se disponga, y a las cinco recibirá el Viático. Vente luego, luego; pide permiso, que el señor don Carlos no te lo ha de negar. Considérame». Puse la cartita en manos de don Carlos. Leyóla de una ojeada, y exclamó: Pues que ensille Mauricio, y ¡vayase usted!

No qué quieres decir con eso murmuró Ugarte; y, viendo que yo no replicaba, añadió cínicamente : La verdad es que la cartita te ha reventado. ¡Hombre! ¡Claro! ¿Y qué te ha dicho el capitán? Me ha dicho que le dan asco los denunciadores, y que por eso sólo nos debemos ir. Ugarte palideció. Y Allen, que había comprendido todo, exclamó: ¡Ah! ¿Es él el que nos ha denunciado?

Dos horas después vino una cartita con la autorización. La excursión se efectuaría, pues, al día siguiente, y los convidados partirían de la casa de los condes a las dos de la tarde. Invite usted de nuestra parte al amigo Villa. Dígale que es un ingrato... Hasta ahora no le he echado la vista encima me dijo al tiempo de despedirme.

Hasta los niños lo sabían y repetíanlo todos los ecos. Su palacio era un jubileo de postulantes, un steeple-chase detrás de la cartita de recomendación, de doctorcitos sin conchavo e inútiles de todo pelaje, desde los que no tienen colocación en la estancia, hasta los que estorban en su casa; daba audiencias como un ministro y dos secretarios le asistían en el despacho de su correspondencia.

Cada lunes y cada martes, el Peor le embestía, le mareaba, le ponía la cuerda al cuello y tiraba muy fuerte, sin conseguir sacarle ni los intereses vencidos. Fácilmente se comprenderá la ira del tacaño al recibir la cartita pidiendo un nuevo préstamo. ¡Qué atroz insolencia!

Al llegar a ella Elena subió a sus habitaciones. Núñez la siguió. ¿No has recibido mi carta? le preguntó rudamente así que puso el pie en su saloncito. Las malas noticias llegan siempre respondió Núñez. Entonces, ¿qué vienes a hacer aquí? A buscar una explicación. Tu cartita tiene más clara la letra que el espíritu. No te ofenderás si te digo que nunca serás la émula de madama de Sevigné.

Has hecho mal, remal, en escribir esa cartita a hurtadillas de tu cónyuge, y no me sorprende que él se haya puesto hecho un dragón. Debiste pedirle permiso; y si te lo negaba ¡paciencia! ¿No te he dicho, mujer, que para ser buena casada, y hacer el viaje en paz, metieses en las maletas un par de arrobas de paciencia?