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aquí el frente: la calle Real, recta, ancha, elegante, casas altísimas y bellas, palacios, carruajes, árboles: al concluir la calle, y todo en línea recta, las esplendentes fuentes de la plaza de la Concordia, el obelisco traido de Egipto, el puente del mismo nombre de la plaza, y cerrando el cuadro, el Palacio de los Diputados, por detras del cual asoma su alta cabeza la cúpula del cuartel de Inválidos.

Mas se notó en los ojos de Juan una dulce mirada, y no como de que se alegraba él por , sino por placer de ver tierna a Lucía. ¡Son tan desventurados los que no son tiernos! De la ciudad vendría lo mejor; para eso iba Pedro. ¿Quién no quería alegrar a Ana? Y ver a Sol del Valle, que estaba ahora más hermosa que nunca ¿quién no querría? Carruajes, los tenían casi todos los amigos de la casa.

Caballeros y niñas vienen ya del brazo, de las habitaciones interiores. Carruajes y caballos se detienen a la puerta del fondo, de la que por un corredor alfombrado, con grabados sencillos adornadas las paredes, se va a la vez a los cuartos interiores que abren a un lado y a otro, y a la sala.

El ruido que causaban los que iban saliendo, despidiéndose con regocijadas risas, y el húmedo relente con sus fríos vapores, hicieron a Lázaro volver en del largo desmayo al tiempo que los últimos grupos esperaban, en el espacioso vestíbulo y en los primeros términos del jardín, la llegada de sus carruajes.

Nada de carruajes que al pasar rodando estremecen con leve vibración nuestros cristales y nuestro lecho; nada de voces ásperas y opacas que pregonan no se sabe qué; nada de mazurcas, cien veces concluídas y cien veces comenzadas por los dedos aprendices de alguna vecina.

No había muerto en los cuernos de la fiera... pero lo debía a su prudencia. ¡Ah, el público! ¡Muchedumbre de asesinos que ansían la muerte de un hombre, como si sólo ellos amasen la vida y tuvieran una familia!... La salida de la plaza fue triste, al través del gentío que ocupaba los alrededores del circo, de los carruajes y automóviles, de las largas filas de tranvías.

Desde una hora antes, la calle de Alcalá era a modo de un río de carruajes entre dos orillas de apretados peatones que marchaban hacia el exterior de la ciudad. Todos los vehículos, antiguos y modernos, figuraban en esa emigración pasajera, revuelta y ruidosa: desde la antigua diligencia, salida a luz como un anacronismo, hasta el automóvil.

El día estaba magnífico, y bajo un pabellón de dril, listado de blanco y rojo, veíanse algunos socios del club fumando y conversando; en la balaustrada de piedra que da a la plaza, dos o tres jóvenes echados de bruces veían desfilar los carruajes que por la calle de Boissy d'Anglas se dirigían al Bosque.

Con el estruendo de costumbre sobre el malísimo empedrado, pasaban muchos carruajes, cuyos cristales, empañados por el frío de la noche, dejaban apenas percibir la blanca forma de una dama de copete; y seguían los tranvías su trotar monótono, entretenido el conductor en regalar el oído de los viajeros con espantables sonatas de corneta.

Rodaba el coche de Gallardo con lento paso, para no atropellar a los grupos de espectadores que salían de la plaza. Estos se apartaban ante las mulas, pero al reconocer al espada parecían arrepentidos de su amabilidad. Gallardo adivinaba en el movimiento de sus labios tremendas injurias. Pasaban junto al coche otros carruajes ocupados por hermosas mujeres con mantillas blancas.