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Demasiado sabe usted que la tiene ganada. Carlota gozaba tranquilamente del triunfo de su marido, aunque sin comprender bien por qué la gente daba tal importancia a aquellos muñecos de yeso. D.ª Carolina estaba igualmente asombrada de que se hablase de dinero tratándose de estatuas.

Mas he aquí que en lo más recio de esta alegría turbulenta aparece D.ª Carolina. Nada más que con mirarla comprendieron Mario y Carlota lo que había. Traía la cara larga, larga como si viniese de un entierro. ¡Ay, , el entierro de las esperanzas de Mario!

«Esta pobre Milagros no sabe lo que nos pasa... dijo Rosalía rompiendo la carta . La pobre me suplica que no falte esta noche. Hijo, vete un momento allá y dale cuenta de esta desgracia... Mira, al regreso te pasas por casa de Pez y enteras también a Carolina... ¡Ah!, ella tiene la culpa, con sus obras de pelo. ¡Qué esperpento de mujer!...».

¿Cómo te llamas? dijo Lady Clara fríamente, quitando de sus vestidos las pequeñas y no muy limpias manos de la niña. Tarolina. ¿Tarolina? ... Tarolina. ¿Carolina? ... Tarolina. ¿De quién eres? preguntó aún más fríamente para ahogar un incipiente temor. ¡Caramba! soy tu niña dijo la criatura sonriendo.

D.ª Carolina le llamó aparte un día, estando Carlota con su hermana fuera de casa, y le dijo: Me causa pena tener que hablarte de un asunto... No sólo me causa pena, sino que me repugna, puedes creerlo... Ya sabes que soy una infeliz mujer que represento poco o nada en la casa... Por , toda la vida seguiríamos lo mismo... Mi dicha consiste en veros a todos vosotros felices... Pero, hijo mío, donde hay patrón no manda marinero.

Cuando tío y sobrina se quedaron solos, dijo ella con la energía de quien no admite contradicción: Óigame usted bien, tío. Quiero irme a vivir solita, porque me conviene; no hay fuerzas humanas que me hagan desistir. Y le advierto a usted una cosa: que todo lo que se trae usted con la Carolina, la que estaba de corista cuando yo trabajaba.

De veras, le tengo lástima... ¡pero qué mareo de hombre y qué organillo de lamentaciones! Carolina no tiene perdón de Dios, y bien podía enmendarse, al menos para evitarnos las jaquecas que nos da su marido...». D. Francisco se dormía antes que ella.

Allí se ve también a miss Carolina Godwin, poetisa lírica muy apreciada en Inglaterra, no muy joven y nada linda, aunque gusta a algunos por sus monadas de pájaro asustado y por una especie de gorjeo de que se sirve para expresar sentimientos supraterrestres e ideas de una elevación que causa vértigos.

Porque para lo primero todavía soy joven, y para lo segundo... ¿Estoy demasiado viejo? No he dicho tal. Viejo, ¿eh? ¿Conque viejo? Pues la leña seca es la que arde mejor. Y al decir esto se levantó y abrazó a Carolina, como en un célebre cuadro de Rubens abrazan los sátiros a las ninfas, sin que ella le rechazara. ¿Cuál será el alma cruel y despiadada que la vitupere?

Bien sabía él quién había metido a Carolina en este fregado del misticismo, y no era obra que su prima Serafinita de Lantigua, que gozaba opinión de santa. Hablando en plata, la tal prima era una calamidad. En la iglesia veíanse diariamente a las seis de la mañana Carolina y Serafinita, y allí se despachaban a su gusto.