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Al comunicarse el resultado de aquélla a la señora de Ponce, llevó ésta la mano de Juan a sus enjutos labios. Nada puedes añadir a mi felicidad presente, Juan; pero, dime, ¿por qué se lo ocultaste a Carolina? Juan se sonrió en silencio. Al cabo de una semana terminaron las formalidades legales necesarias, y Carolina fue devuelta a su madrastra.

Fue en vano que Príncipe expusiera el estado de la señora de Ponce, que no tenía complicidad alguna en la fuga de Carolina, que la acción de ésta era perdonable y natural, y que podían tener la seguridad de que se someterían a su expontánea decisión. Después, subiéndole la sangre a las mejillas, y con desdeñosa mirada, pero con singular sangre fría, añadió: Permítame dos palabras más.

«Ahora... dijo algo balbuciente . Porque verá usted, Carolina... tengo una idea... la estoy viendo. Es un cenotafio en campo funeral, con sauces, muchas flores... Es de noche». ¿De noche?

Este valiente oficial, cuyo nombre no está en la Historia, se disfrazó de arriero, y en una fatigosa jornada supo desempeñar muy bien su comisión, volviendo por la noche a decir que Vedel había pasado ya más allá de La Carolina. Así andaban las cosas cuando nos preparábamos a salir de Bailén al amanecer del 19.

Mario hallaba en él un hombre grave, pero dulce, afectuoso, de una cortesía exquisita. Apenas se le sentía en la casa. Sin embargo, D.ª Carolina, a quien trasmitía sus órdenes, estaba siempre pendiente de ellas, y no daba jamás un paso sin consultarle y pedirle la venia.

Sin saber cómo, aprovechándose tal vez de que la buena señora se hallaba de espaldas y no podía anonadarle con una mirada fulgurante, dijo con voz bastante entera: D.ª Carolina, cuando usted termine ahí voy a darle un susto. ¿Un susto? repuso la señora volviendo la cabeza con sorpresa. ¡, un susto! repitió el joven sonriendo alegremente, cada vez más animado. Pero no tenga usted miedo.

Hubiera querido distraer su imaginación llevándola a dar un largo paseo en coche, pero ella temía que Carolina viniera durante su ausencia, y sus fuerzas decaían con rapidez. Cada vez que la miraba, se persuadía de que la decepción que la amenazaba extinguiría la escasa vida que latía en su debilitado organismo.

Si Carolina pensase que eres pobre para mantenerla, podría influir en su decisión. Los espíritus jóvenes gustan de la posición que da el dinero. Quizá tenga amigos ricos... puede que un amante... A estas palabras, la señora de Ponce se estremeció.

Después, y a medida que con la noche, la neblina gris se hacía más densa, la señora de Galba estrechaba a Carolina contra su pecho. Dejando la charla de la criatura, siguió entre sentimentales recuerdos y egoístas consideraciones a la vez amargas y peligrosas.

Pero al cabo de poco rato la niña sintió dos tiernos brazos que la estrechaban contra un pecho palpitante y conmovido por los sollozos desgarradores. ¡No llores, mamá! murmuró Carolina, recordando como en sueños la conversación pasada. No quiero que llores. Creo que me gustaría un nuevo papá si te quisiera mucho... mucho... y me quisiera mucho a .