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Además, representaba una gran tranquilidad para ella y para Carmen que figurase en la cuadrilla este hombre serio, de morigeradas costumbres, al lado de los otros «chicos» y del mismo espada, que al verse solo era sobrado alegre de carácter y se dejaba arrastrar del deseo de verse admirado por las mujeres.

lo has visto, ahora tiene un miedo mortal por ... aunque tal vez con más razón, porque yo si llego a enamorarme pierdo la cabeza... Dime, Adriana, ¿no puede ocurrir que un amor muy grande en apariencia resulte pura imaginación? Puede suceder, Carmen. ¿Sabes la idea que muchas veces me da miedo? Llegar a casarme y después darme cuenta que no le tengo ningún amor a mi marido.

En mi tía Carmen no arraigó la murmuración ni halló tierra propicia la maledicencia, acaso porque a la nobleza de su alma repugnaba todo lo bajo y miserable. Por lo contrario, en todas ocasiones salía en defensa del ausente, desgarrado en su buen nombre por las tijeras del gremio solteríl.

Ya los médicos se despedían, andando despacito con la señora a lo largo del corredor, cuando Salvador, vuelto hacia Carmen, que se quedaba sola, le dijo: No sentirías tanto mi muerte como la de Julio.... ¡Tu muerte! exclamó ella.

La cordobesa, sea de la clase que sea, es todo corazón y ternura: pero sin el sentimentalismo falso y de alquimia que ha venido de extranjis. Su Carmen es el tipo ideal de la humilde y baja de condición, aunque sublime por el alma.

Acaso para arrancar su pensamiento a una obsesión penosa, se decidió a interrogarla sobre un tema que en otra ocasión no hubiera podido tocar sin sobrecogerse. Quiero que me digas una cosa, aunque te extrañe mi pregunta. Es sobre papá... Entonces vio en Carmen aquella actitud de embarazo que había advertido, en las tres, el año anterior, al hacer alusión a su padre.

La verdad es que tenía razón miss Ana y los demás criados al decir que la señora era quien echaba a perder a la chica. D.ª Carmen, viviendo en una espantosa soledad moral, estaba tan cautivada y agradecida al vivo cariño que a todas horas le demostraba su hijastra, que no tenía ojos para ver sus faltas, y si los tenía carecía de fuerzas para corregirlas.

El de Luzmela volvió a recostarse en el sillón, cerró de nuevo los ojos y cruzó otra vez las manos murmurando: Siga, siga la lectura, don Juan, y dispensen. Don Juan leyó otro ratito; él y don Pedro se miraban mucho aquella noche, y, más temprano que de costumbre, se despidieron. Encontraron en el corredor a Rita, que subía con Carmen de la mano, y le dijeron: El amo está peor, ¿eh? ¿Peor?

Huyó doña Rebeca con su paso menudo y cauteloso, y la hija la siguió a grito herido llenándola de injurias. Carmen, sola en la habitación, sintió que la duda quedaba todavía viva en su pecho; volvió los ojos a todos lados como para interrogar al misterio de su vida, y vió otros ojos turbados y malignos que se recreaban en su angustia.

La fama había precedido en Río a Pedro Lobo, refiriendo sus extraordinarias hazañas contra los indios del extremo Sur de la Pampa, más allá de Carmen de Patagones, y contra los unitarios refugiados en Montevideo, dando cuenta, con mil novelescos pormenores, de sus correrías por las más apartadas regiones de la misma Pampa, de los Andes, y de la Patagonia, y ensalzando sus raras prendas de carácter, su brío indómito y su agilidad y destreza en todos los ejercicios del cuerpo.