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De la misma manera se opusieron al glorioso San Cárlos, arzobispo de Milan, que como legado ad látere de su Santidad deseó reducirlos á una disciplina religiosa.

Pero no soltaré la cansada pluma sin recordar unos versos que el insigne poeta, mi amigo D. Adelardo López de Ayala, pone en boca de D. Rodrigo Calderón, y que repetí muchas veces al alejarme de Yuste: «¡Nunca el dueño del mundo Carlos quinto Hubiera reducido su persona De una celda al humilde apartamiento, Si no hubiera tenido una corona Que arrojar á las puertas del convento

»Sería arriesgarse me dijo, a recibir las justas reclamaciones del embajador de España. »En aquel instante anunciaron al Rey, y Jorge II apareció apoyado en el brazo de un joven de buen aspecto y cuidadosamente vestido. Necesité hacer un grande esfuerzo para reprimir un grito de sorpresa al reconocer en aquel joven a Carlos, el cual palideció visiblemente y se vio obligado a apoyarse en un sillón.

Pero la debilidad hubiera producido un efecto todavía más deplorable. Si creían meterle miedo, la insolencia de aquellos miserables no tendría ya límites. Esta vacilación no duró más que un relámpago. Un hombre de buena voluntad para una misión peligrosa dijo Carlos muy tranquilo. Todos dieron un paso adelante. ¡Ragasse! gritó el capitán en tono breve. Presente. Sígame usted.

Yo iba en el Real Carlos, de 112 cañones, que mandaba Ezguerra, y además llevábamos el San Hermenegildo, de 112 también; el San Fernando, el Argonauta, el San Agustín y la fragata Sabina. Unidos con la escuadra francesa, que tenía cuatro navíos, tres fragatas y un bergantín, salimos de Algeciras para Cádiz a las doce del día, y como el tiempo era flojo, nos anocheció más acá de punta Carnero.

En efecto, D. Fadrique entró en la iglesia y se puso á buscar al poeta, á la sombra de los pilares y en los sitios donde menos se nota la presencia de alguien. Pronto le halló, detrás de un pilar y no lejos del altar mayor. Parecía D. Carlos tan embebido en sus oraciones ó en sus pensamientos, que nada del mundo exterior, salvo Clara, podía distraerle ni llamarle la atención.

Augusto Miquis expone con su acostumbrada originalidad una peregrina paradoja. Según él, la mejor manera de acabar con los carlistas es dejarlos triunfar, traer a D. Carlos a Madrid y plantarle en el Trono. En España, el primer paso para la ruina de una causa es su triunfo. El carlismo guerrero se sostiene. El carlismo establecido no podrá durar un mes.

Colocaba en los cajones los libros, después de sacudirles el polvo, por el orden señalado en el catálogo escrito por don Carlos. Vio un tomo en francés, forrado de cartulina amarilla; creyó que era una de aquellas novelas que su padre le prohibía leer y ya iba a dejar el libro cuando leyó en el lomo: Confesiones de San Agustín. ¿Qué hacía allí San Agustín?

Hiftoria del Defcubrimiento, y Conquifta de la Provincia del Perù, y de los fuceffos de ella, y de las cofas naturales, que en la dicha Provincia fe hallan, por Aguftin de Zarate. Verdadera Relacion de la Conquifta, del Perù, y Provincia del Cuzco, embiada al Emperador Carlos V. por Francifco de Xerèz.

Pero cuando el mundo exige sacrificios los exige completos, y el de Carlos lo fue; la víctima debía ir adornada al altar. Negocio hecho: de allí a poco Carlos y Adela eran uno. He oído decir muchas veces que suele salir de una coqueta una buena madre de familia: también suele salir de una tormenta una cosecha: yo soy de opinión que la mujer que empieza mal acaba peor.