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Trabajar sin descanso hasta conseguir la vuelta del hijo pródigo, hasta destruir este foco de impiedad que podía contagiar los corazones sanos de Peñascosa, hasta remover aquella piedra de escándalo. Quedó decidido en su pensamiento que volvería de nuevo a la carga. Pero esta vez iría mejor apercibido; conocería perfectamente todos los argumentos de los herejes y llevaría preparada la réplica.

Por lo demás, ella estaba habituada. Es triste ser pobre, muy triste. ¡Desearía más bien morir! , doctor decía, dirigiéndose á su vecino, que parecía escuchar sus quejas con una afectación de interés un tanto irónico; , doctor, no es broma: querría más bien haber muerto. Sería una carga menos para todos.

Luego me encaminé a ella, con intención de acabar aquí la vida, y, en entrando por estas asperezas, del cansancio y de la hambre se cayó mi mula muerta, o, lo que yo más creo, por desechar de tan inútil carga como en llevaba. Yo quedé a pie, rendido de la naturaleza, traspasado de hambre, sin tener, ni pensar buscar, quien me socorriese.

En dicha carta la decía tendría sobre anclas el barco hasta abarrotar sus bodegas y cubierta de madera, y aprovechando la circunstancia de la larga estadía, y la proximidad del cafetal al fondeadero donde hacía su carga el velero Neblí, invitaba el capitán á sus antiguas y leales amigas á pasar unos días á bordo.

232 Le echan la agua del bautismo aquél que nació en la selva; busca madre que te envuelva, le dice el fraire y lo larga. Y dentra a cruzar el mundo como burro con la carga. 233 Y se cría viviendo al viento como oveja sin trasquila; mientras su padre en las filas anda sirviendo al gobierno, aunque tirite en invierno, naides lo ampara ni asila.

Más que nunca. ¿Y qué dice a eso tu hermano? Si te interesa, pregúntaselo. ¿Y me dejarás morir? Sin pestañear. Hago voto al diablo que está a los pies del San Miguel de la parroquia, de que le he de dorar los cuernos, si carga de una vez con tu Luis de Haro. Deséale mal, que los malos deseos de los envidiosos engordan.

Meñique encendió el fuego, y en el caldero que colgaba del techo fue echando el gigante un buey entero, cortado en pedazos, y una carga de nabos, y cuatro cestos de zanahorias, y cincuenta coles. Y de tiempo en tiempo espumaba el guiso con una sartén, y lo probaba, y le echaba sal y tomillo, hasta que lo encontró bueno.

En su estómago chiquito se asentaban, teñidos de repugnantes y espesos colores, obstruyéndola y apretándole horriblemente las entrañas, su papá, su mamá, los vestidos de su mamá, el Camón, el Palacio, el Sr. de Pez, Milagros, Alfonsito, Vargas, Torres... Retorciose doloridamente su cuerpo para desocuparse de aquella carga de cosas y personas que lo oprimía, y ¡bruumm...!, allá fue todo fuera como un torrente.

Era el campo en domingo, cuando los trabajadores están en sus casas y el suelo parece reconcentrarse en silenciosa meditación. Se veían objetos informes abandonados en la llanura, como los instrumentos agrícolas en día de asueto. Tal vez eran automóviles rotos, armones de artillería destrozados por la explosión de su carga.

Por lo demás, estaba él orgulloso de su categoría de atorrante: no tenía casa y no pagaba alquileres; no tenía criados y no le robaban y vendían; no tenía suegra, ni mujer, ni hijos, que le quemaran la sangre; ni negocios, que le preocuparan; ni amigos, que le engañaran; sobre él no pesaban impuestos ni carga alguna.