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Pues tratada en materia de afeites, cuervos entraban y les corregía las caras de manera que al entrar en sus casas, de puro blancas no las conocían sus maridos. Enlucía manos y gargantas como paredes, acicalaba dientes, arrancaba el vello; tenía un bebedizo que llamaba Herodes, porque con él mataba los niños en las barrigas, y hacía malparir y mal empreñar.

Lo que más me chocaba y admiraba de toda la sala era una pareja de chinitos, metidos cada uno en un fanal, que movían la cabeza. Tenían caras de porcelana muy expresivas y estaban muy elegantes y peripuestos. El chinito, con su bigote negro afilado y sus ojos torcidos, llevaba en la mano un huevo de avestruz, pintado de rojo; la chinita vestía una túnica azul y tenía un abanico en la mano.

La curiosidad y la pereza son bastante generales. No es posible dar un paso en la calle sin que las graciosas caras femeninas y las de las viejas noveleras asomen en las ventanas, las celosías y rejas de fierro, atisbando al forastero que pasa. En eso concuerdan las costumbres canonicales de la España católica con las dulzuras de la pereza oriental.

¡Caras! ¡caras! ¡nada más que caras, pegadas unas a las otras, que me miran irónicamente como diciéndome: «¡Hanckel, te estás poniendo en ridículoHan formado un doble cerco, y nosotros pasamos por el medio; y me sorprenda que nadie rompa con una carcajada el silencio que allí reina. Llegamos al altar que el viejo había fabricado artísticamente con un gran cajón cubierto por un paño rojo.

Todos, al pie de la pizarra, miraban como Rocchio, angustiados, con el terror pintado en las caras pálidas, más que pálidas, lívidas.

Todo se vuelve caras nuevas, que después no son nuevas. ¿Quién son ésas? y resulta que son las de Mínguez, es decir, las eternas Mínguez, las de ayer, las de antes de ayer, las de siempre. ¡Pero mientras la ilusión dura!... En los pueblos donde pocas veces se tienen espectáculos gratuitos lo es y más interesante el de contemplarse mutuamente.

Ella era la aurora que asoma sus dedos de rosa por la inmensa rendija entre el cielo y el mar; la hora tibia del mediodía que adormece las aguas bajo un manto de oros inquietos; la bifurcada lengua de espuma que lame las dos caras de la proa rumorosa; el viento cargado de aromas que hincha la vela como un suspiro de virgen; el beso piadoso que hace adormecerse al ahogado, sin cólera y sin resistencia, antes de bajar al abismo.

Con una mujer de género intermedio, por ejemplo, una de esas viudas que jamás tuvieron marido, tampoco habría duda: todo era cuestión de darle lo bastante con que vivir hasta que hallara quien me reemplazase. A una señora... ¡éstas que salen caras!, una alhaja.

Vivimos en guerra; las cosas cuestan muy caras, y yo soy pobre. Debemos volver á la existencia primitiva... Pero no me atrevo á trabajar en el jardín, por los vecinos. Curiosean desde sus ventanas; hasta hay un señor brasileño que parece enamorado de .

No ; acaso media hora, acaso mucho más. Un momento intenté retirar la mano, pero la enferma la oprimió más entre la suya. Todavía no... murmuró, tratando de hallar más cómoda postura a su cabeza. Todos acudieron, se estiraron las sábanas, se renovó el hielo, y otra vez los ojos se fijaron en inmóvil dicha. Pero de vez en cuando tornaban a apartarse inquietos y recorrían las caras desconocidas.