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Sus barruntos tuvo éste de que el hermano lego no era tan pobre de solemnidad como las reglas de su instituto lo exigían; y dióse tal maña, que el padre Carapulcra llegó a confesarle en confianza que, realmente, tenía algunos maravedíes en lugar seguro.

Y pasaron meses; y el mocito, que entendía de picardías más que una culebra, le hacía cuentas alegres, hasta que aburrido Carapulcra, le dijo: Pues, señor, es preciso que demos un balance, y cuanto más pronto mejor. Convenido contestó impávido Cututeo : mañana mismo nos ocuparemos de eso.

Gozaba el padre Carapulcra de la reputación de hombre de agudísimo ingenio, y a él se atribuyen muchos refranes populares y dichos picantes. Aunque los hermanos hospitalarios tenían hecho voto de pobreza, nuestro lego no era tan calvo que no tuviera enterrados, en un rincón de su celda, cinco mil pesos en onzas de oro.

En los tiempos del virrey Avilés, es decir, a principios del siglo, existía en el susodicho convento de San Juan de Dios un lego ya entrado en años, conocido entre el pueblo con el apodo de el padre Carapulcra, mote que le vino por los estragos que en su rostro hiciera la viruela.

Púsose el lego furioso, y en su arrebato cogió la garrafa y la arrojó a la acequia diciendo: ¡A nadar, peces! Y he aquí, por si ustedes lo ignoran, el origen de esta frase. Y luego el padre Carapulcra, tomándose la cabeza entre las manos, se dejó caer en un sillón de vaqueta murmurando: ¡Ah pícaro! Con cuatro simples me dijo que se ponía una botica... ¡Embustero!

Y aquella tarde vendió a otros del oficio, por la mitad de precio, cuanto había en los escaparates, y la botica quedó limpia sin necesidad de escoba. Cuando al día siguiente fué Carapulcra en busca del compañero para dar principio al balance, se encontró con que el pájaro había volado, y por única existencia la garrafa de los peces.