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Cuando tropezaban con el carabinero solitario que contempla el mar apoyado en su fusil, el médico le ofrecía un cigarro ó le daba consejos si estaba enfermo. ¡Pobres hombres! ¡Tan mal pagados!... Pero sus simpatías iban á los otros, á los enemigos de la ley. El era hijo de su mar, y en el Mediterráneo, héroes y nautas todos habían tenido algo de piratas ó de contrabandistas.

Siempre estaba escudriñándolo todo; su padre, por esta tendencia a registrar, le llamaba el carabinero. Los domingos mi madre comenzó a dejarme andar con los camaradas, después de hacerme una serie de advertencias y recomendaciones. Ya, teniendo tiempo por delante, no nos contentábamos con ir al arenal; subíamos al Izarra y después íbamos descendiendo a las rocas próximas.

El señor Sôme, con las lágrimas en los ojos, se acercó diciendo: ¡Aquí estoy, hijos míos! ¡Tened un poco de paciencia!... ¡Soy yo! ¡Ya me conocéis! Mas apenas hubo llegado el panadero cerca del primer carro, el corpulento carabinero de las mejillas verdosas se reanimó y, metiendo el brazo hasta el codo en el puchero hirviendo, cogió la carne y la ocultó bajo la guerrera.

Además, la gente te quiere porque vendes a mitad de precio, con lo cual prestas un servicio a los pobres y mantienes caliente el estómago. ; pero ¡cuántos peligros! ¡Bah! Nunca se le ocurrirá a un carabinero pasar por la brecha. ¡Desde luego! pensó Hullin, al recordar que tendría necesidad de salvar nuevamente el precipicio. Es igual prosiguió Marcos ; no te falta del todo razón, Juan Claudio.

En el curso de un año, la playa cambiaba de vecinos; los laúdes ya reparados se hacían á la mar y las embarcaciones de pesca eran armadas y lanzadas al agua; sólo una barca abandonada y sin arboladura permanecía enclavada en la arena, triste, solitaria, sin otra compañía que la del carabinero que se sentaba á su sombra.

En el curso de un año, la playa cambiaba de vecinos; los laúdes ya reparados se hacían a la mar y las embarcaciones de pesca eran armadas y lanzadas al agua; sólo una barca abandonada y sin arboladura permanecía enclavada en la arena, triste, solitaria, sin otra compañía que la del carabinero que se sentaba a su sombra.

No voy, porque tu hermano me odia contestó claramente Martín. No, no lo creas. ¡Bah! Yo lo que me digo. El odio existía. Se manifestó primeramente en el juego de pelota. Tenía Martín un rival en un chico navarro, de la Ribera del Ebro, hijo de un carabinero. A este rival le llamaban el Cacho, porque era zurdo.

Después de mucho vacilar, el sargento le permitió volverse a su casa, aunque acompañado de un carabinero que averiguase si efectivamente alojaba en la posada que decía. Irritado por aquella aventura peligrosa y ridícula, se presentó al día siguiente en casa de la generala, sin tomar precaución ninguna, y la manifestó que no quería oír hablar de citas misteriosas.