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Una comedia en Manila se arregla en dos horas, habiendo un socio capitalista que tenga en cartera hasta un billete de Banco de 10 pesos, ó un crédito en plaza, ó plazuela, de 20 pesetas; capitales que, aunados con un industrial que á la par de socio sea cómico, cantante y bailarín, se concierta un programita.

Desde luego, el primer resultado es la independencia del obrero, el cual, no siendo esclavo de la fábrica, no está sujeto á recibir la ley del capitalista.

Como el ya don Simón no conocía bien al pormenor el carácter de la plaza mercantil en que se había establecido, dedicóse el primer año, y mientras la estudiaba a fondo, a descuentos ventajosos y préstamos sobre fincas; negocios que le proporcionaron cómodas y pingües utilidades. Al siguiente, ya se matriculó como comerciante capitalista. Al tercero, botó dos barcos a la mar.

Era un ingeniero que durante la guerra había dirigido una fábrica dedicada á la producción de municiones. Ahora la fábrica estaba cerrada, y su dueño, después de haber reunido en cuatro años una fortuna enorme, no sabía qué hacer de ella. El ingeniero buscaba, sin éxito, un capitalista, para dedicarla por su cuenta á la producción de maquinaria agrícola.

Porque si el Gobierno lo hace mal y sobreviene la ruina, lo probable es que el Capitalista salve gran parte de su fortuna y siga gozando de ella, o en la propia patria semiarruinada, o en país extraño, donde acaso tenga fondos o bienes, mientras que el jornalero se morirá de hambre si se hunde la industria que le daba trabajo y jornal; y mientras más castizo sea él, y mientras más propio y peculiar de su patria sea el oficio que ejerza, mayor será su miseria y su desesperanza, pues no es llano ni cómodo emigrar a tierra extraña, sobre todo con familia, en busca de trabajo y sustento.

Para esto necesitaba también el apoyo de una capitalista. Otra risotada de Lubimoff. ¡El de la duquesa de Delille!... Sería gracioso: pero una vez agotada la curiosidad, no tendrías otros parroquianos que los que se interesasen por tus gracias. No; eso no es negocio.

La Sra. de Figueredo tendría entonces de veinticinco a treinta años: era una de las mujeres más hermosas, elegantes y amables que he conocido. Su marido, ya muy viejo, era quizá el más rico capitalista de todo el Brasil. Prendado de su mujer, gustaba de que luciese, y lejos de escatimar, prodigaba el dinero que dicho fin requería.

Por fin consintió y se citaron. Bueno; pues mañana, a las tres, sin falta. Belén, 78, entresuelo; allí estaré para recibirte. Te prometo que no faltaré. Adiós, reina. Abur, capitalista.

Transcurridos algunos días, dijo al vejestorio: Oye, capitalista, lo del corsé lo mismo me da una semana que otra; pero la cama está hecha peazos, y el herrero pide tres duros por componerla. ¿Tres duros? ¡ sabes cómo está, si parece que dan batallas encima! ¿Y ha de ser el herrero? Con un cordel o un alambre la dejo yo más firme que el propio suelo.

¡Y allí tenían ustedes a todo un capitalista, cargado de oro y diamantes, apeándose entre puercos, terneros y mastines, descubriéndose humildísimo, dando la mano y preguntando por la señora y demás familia a un rústico destripaterrones, que olía a boñiga y aguardiente, y apenas se dignaba responder como sabía a tantas deferencias, no obstante haberle sido presentado el candidato con los títulos consabidos de «persona independiente, con treinta mil duros de renta y mucho talento!.