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Fue a verle una tarde Villalonga, y lo primero que le dijo Feijoo, mientras se dejaba abrazar por él, fue esto: «Pero, hombre, ¿será usted tan malo que no le la canonjía a mi recomendado?». Por Dios, querido patriarca, tengamos paciencia... Haré lo que pueda. Le puse una carta muy expresiva a Cárdenas mandándole la nota. Pero considere usted que es un arco de iglesia. ¡Canonjía!

Si esta gente no sabe... si salta a la vista que no sabe. ¡Dar una canonjía a un clérigo joven, que entra en su casa a la una de la noche y pasa el tiempo charlando en el café con los curas de caballería que andan por ahí sueltos y sin licencias!

Con el ajetreo que traía aquellos días, en los cuales hizo dos visitas a doña Lupe, celebró muchas conferencias con Juan Pablo y otra muy sustanciosa con Nicolás Rubín, que andaba desalado detrás de una canonjía, tuvo el buen señor una recaída en su enfermedad. Una tarde de fines de Marzo se sintió tan mal, que hubo de retirarse a su casa y se acostó.

Despidióse el avaro contentísimo por haber prestado un servicio al señor Loayza, y viendo en el porvenir, por vía de réditos, la canonjía magistral cuando menos. Ocho días después volvía Ribera a casa del padre Godoy, llevando un envoltorio bajo el brazo, y le dijo: De parte de su ilustrísima le traigo estas prendas.

Su ilustrísima, que porfiaba por ver a su clero vestido con decencia, llamóle un día y le dijo: Padre Godoy, tengo una necesidad y querría que me prestase una barrita de plata. El clérigo, que aspiraba a canonjía, contestó sin vacilar: Eso, y mucho más que su ilustrísima necesite, está a su disposición. Gracias. Por ahora me basta con la barrita, y Ribera, mi mayordomo, irá por ella esta tarde.

Tal canonjía realizaba las aspiraciones de toda su vida, y no cambiara Thiers aquel su puesto tan alto, seguro y respetuoso por la silla del Primado de las Españas. Amargaban su contento las voces que corrían en aquel condenado año 68 sobre si habría o no trastornos horrorosos, y el temor de que la llamada revolución estallara al fin con estruendo.

Cerrado el inciso, y otra vez al tema: «¡Vaya con lo que me ha dicho esta mañana Nicolás: que Feijoo es el primer caballero de Madrid y que le ha prometido una canonjía! Si se la dan, ya no me queda nada que ver. Yo me alegraría, para quitarme esa carga de encima; pero ¡qué tiempos y qué Gobiernos! ¡Ah!, si yo gobernara, si yo fuera ministra, ¡qué derechitos andarían todos!

¡Cuánto me alegro! dijo Fortunata por decir algo, y miró a la calle al través de los cristales, temiendo que le leyeran en la cara los pensamientos que la canonjía de su cuñado le sugería. «¡Lo que es el mundo! pensaba . Razón tenía D. Evaristo. Hay dos sociedades, la que se ve y la que está escondida.

Adiós amores con don Álvaro, amores cada vez más escasos, más escatimados por el libertino gracioso, que iba menudeando las propinas y encareciendo las caricias, pero al fin amores señoritos, que la tenían orgullosa. ¿Qué hacer? No cabía duda, ser prudente, coger el codiciado fruto, entrar en aquella canonjía, en casa del Magistral.