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Poco tiempo después se fueron estableciendo líneas de vapores entre este puerto y otros de Francia é Inglaterra; las obras del ferrocarril comenzaron á desenvolver en su derredor el ruidoso movimiento de la industria moderna; las máquinas, las razas, los idiomas extranjeros, invadiendo el terreno de los sacos de harina y de las clásicas carretas, lograron aclimatarse entre ellos; y ya comemos á la francesa, hablamos inglés, circulan por estas calles los géneros de comercio en pesados exóticos carretones; el labrador de Cueto ó de Miranda arrea su ganado á la voz de «¡allezcon preferencia al indígena «¡arreLos niños de pura raza inglesa, con los brazos descubiertos hasta el hombro, mal sujetas sus madejas de dorados rizos por el gracioso gorrito escocés, juegan en la alameda segunda á las canicas con los granujillas de Becedo; y mientras éstos, para ventilar la legalidad de una jugada, detienen á los primeros con un «stop a little, please», pronunciado con la precisión más británica, los nietecillos de John Bull, para que les sea permitido «quitar estorbos», se expresan con un «sin féndis», ó manifiestan su enojo con un «no jubo más» que envidiaría el callealtero de más pura raza.

Mientras los escolares se detenían en la esquina para emprender en la parte más llana de la acera un partido de canicas o de burras, los latinistas del «pomposísimo Cicerón» siguieron de largo, volviéndose para mirarme con cierta curiosidad entre burlona e impertinente. Al fin de la calle, delante de una tienda, una carreta, tirada por una yunta, aguardaba la salida de los gañanes.