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Sudaba sólo acordándose de ello. Así pasábamos las horas de la comida, charlando largo y tendido: el faro, el mar, narraciones de naufragios, historias de bandidos corsos... Luego, al obscurecer, el torrero del primer cuarto encendía su candileja, tomaba la pipa, la calabaza, un grueso Plutarco de cantos rojos, único volumen que constituía la biblioteca de las Sanguinarias, y desaparecía por el fondo.

Mirando los salones interminables que parecían iglesias, pensábase involuntariamente en la noche, cuando las sombras ahogaban la macilenta luz de la candileja del avaro y los pasos del viejo y su criada sonaban como en el ulterior de una cripta, en un medroso silencio interrumpido por los crujidos de la madera vieja y las veloces carreras de las ratas.

Unas veces reía de su propia credulidad, desechando como el más grande de los absurdos las palabras del moro; otras llegaba a sentir total convencimiento, y se sorprendía de no haber concebido hasta ahora ninguna sospecha en medio de tantos indicios. De pronto, el mismo horror de aquella incertidumbre, le yergue sobre los talones. Enciende la candileja.

En el Borne se separaron con frío saludo, sin darse la mano. Cuando Jaime entró en su casa era casi de noche. Madó Antonia tenía sobre una mesa del recibimiento una candileja de aceite, cuya llama parecía hacer más densas las tinieblas de la vasta pieza. Los ibicencos acababan de marcharse. Luego de almorzar con ella y vagar por la ciudad, habían esperado al señor hasta el anochecer.

Cogió luego la candileja que había en la cocina, fue con ella a su cuarto, volvió trayendo sobre un cartapacio grande tintero, plumas, papeles, sobres y tres o cuatro libros, y colocándose lo mejor que pudo, se sentó ante la camilla.