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Tenía treinta y tantos años y era viuda de un opulento negociante de Candelario. Por qué la llamaban Pimentosa es cosa que no se sabe; pero algunos decían que picaba mucho y levantaba ampolla a la manera de guindilla. Se podía ir a la tienda por verla despachar.

Otras veces aquellos dedos, en sangre tintos, ocupábanse en usos industriales del género de Candelario; pero pronto recobraban su belleza revolcándose en espuma de jabón y estrujándose en agua hasta quedar limpios como el oro y finos como la seda. Así y todo se pirraban por dar una bofetada. ¿Qué se le ofrecía a usted, caballero? ¿Está ese Sr. Tablas? Perico querrá usted decir. Esta no es hora.

Salvador penetró en la gran tienda donde podía admirarse todo lo más hermoso y rico que producen las industrias de Montánchez y Candelario, y si no hubiera freno para las comparaciones, si todo lo visible pudiese entrar en el dominio del arte metafórico, bien podría llamarse a aquello el palacio de las morcillas o el templo del jamón.

Por ti y tus vicios estoy empeñada en más miles que pesas, trapalón, y cuando toquen a embargar, la viuda de Peribáñez el de Candelario tendrá que ponerse al buñuelo, a la castaña, al aguardiente o al mondongo.... Sacados te vea yo los ojos, hi de mujer mala.

Y fue de ver como el señor Joaquín, ensanchando los horizontes de su comercio, acaparó todas las especialidades nacionales culinarias: tiernos garbanzos de Fuentesaúco, crasos chorizos de Candelario, curados jamones de Caldelas, dulce extremeña bellota, aceitunas de los sevillanos olivares, melosos dátiles de Almería y áureas naranjas que atesoran en su piel el sol de Valencia.

La carnecería producía mucho; pero el género de Mortanchez y Candelario no cae llovido del cielo, por lo que pronto empezó a declinar la casa, y dando tumbos y traspiés cayó, a la vuelta de un año, en el abismo del descrédito. Los acreedores se repartieron el botín y hubo una desbandada de chorizos y una dispersión de jamones, que dieron mucho que hablar a todo el barrio de San Millán.