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Porque resultó que don Recaredo aprovechaba la ida a Tablanca para despachar un negocio, pendiente de ese paso año y medio hacía, en un pueblecillo del Nansa, aguas abajo, y el insigne campurriano tenía también sus quehaceres de urgencia en la capital, por lo que se le llevaron consigo don Román y su yerno.

Más que un señor de aldea con resabios de labriego, me pareció entonces aquel singular campurriano un personaje de corte, un ministro, o cosa así, que se disponía a dar audiencia. Tan bien le sentaba la levita, y tan aseñorados eran sus modales.

Aquí se calló don Román como un muerto, y me dijo el insigne campurriano, después de aplaudirme los buenos propósitos declarados por de poner todos los medios para lograr tan grandes fines, que si me decidía, en mis procedimientos, a servir a mis protegidos el vino viejo en odres nuevos, cosa que él no desaprobaría, lo hiciera con sumo tacto, «porque concluyó , hermosa es la luz; pero no hay que abrir de repente todas las ventanas a los que han vivido a oscuras por achaques de la vista; pues hay que temer las locuras que entran por los ojos deslumbrados». A esto ya no pudo callarse don Román, y expuso el ejemplo de la caída de Coteruco, en demostración de lo afirmado por su amigo.

En estas dudas vi a don Román Pérez de la Llosía salir como una flecha, de entre los más rezagados del grupo que bajaba, hacia el hombre que subía, y que éste, al notar que se le acercaba el de Coteruco, desprendió su diestra de la del campurriano, y se quitó con ella marcialmente el chambergo, descubriendo así la frente espaciosa y blanca, sobre la cual parecía reflejarse el rayo de luz que lanzaron entonces sus ojos.