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Las telas en sedas y oro eran lo mismo que el numerario, un medio de cambio comercial. Los emperadores griegos pagaban en sederías á las iglesias de Occidente ciertos tributos anuales.

Cambió de aspecto el lacayo al oír esta revelación; dejó su aspecto altanero y un si es no es insolente; pintóse en su semblante una expresión servicial y cambió de tono; lo que demostraba que el cocinero mayor tenía en palacio una gran influencia, que se le respetaba, y que este respeto se transmitía á las personas enlazadas con él por cualquier concepto.

Su tío D. Cayetano Villuendas estaba casado con Eulalia hermana del marqués de Casa-Muñoz, y poseía muchos millones; en cambio, había un Villuendas tabernero y otro que tenía un tenducho de percales y bayetas llamado El Buen Gusto. El parentesco de los Villuendas pobres con los ricos no se veía muy claro; pero parientes eran y muchos de ellos se trataban y se tuteaban.

No me resultaba el primer medio y en cambio el segundo se adaptaba muy bien á mis proyectos. Pero necesitaba, por el honor de mi nombre, pagar mi deuda de juego, cincuenta mil francos que era urgente encontrar... Aquí, amigos míos, el rubor me asoma á la cara, tan deshonroso es lo que tengo que contaros... Lea me ofreció sus alhajas para empeñarlas.

Vive de su agencia, pero la desprecia; en cambio su profesorado no le da más que obligaciones, pero eso le enorgullece. Los ladinos que quieren buenos ajustes conocen bien lo que tienen que hacer; dicen que cantan según el método Campistrón y en seguida son presentados como fenómenos de arte por el vanidoso agente.

Este cambio de carácter en Aquiles admira á todos, pero no por esto se decide á pelear con su émulo, habiéndolo ya vencido en Troya. BEATRIZ. ¡A él, valeroso Aquiles! CARLINO. ¡Calla, lengua ponzoñosa! RAZONTE. ¡Desenvaina tu espada! CARLINO. ¡Sudo de miedo por todos mis poros! H

Herminia cambió una mirada inquieta con Mauricio y salió. Puestos en presencia el uno del otro, el prometido y la tía se observaron un momento. Ambos estaban sonrientes pero sus fisonomías aparecían un tanto contraídas. La señorita Guichard tomó la palabra y dijo con voz firme: Mi querido Mauricio, henos ya en el día decisivo.

Cuando más, admitía como auxiliares a media docena de golfos, aprendices de torero, que le eran fieles a cambio de que en los días de fiesta les permitiese ver la corrida desde el «palco de los perros», una puerta con reja situada junto a los toriles, por donde se sacaba a los lidiadores heridos.

Si rechazaba mi amor, estando con ella a solas, siempre tenía el recurso de apelar a los medios más violentos. No podía ser este plan más atrevido; pero en cambio su autor lo era bien poco. Dispuesto a ponerlo en práctica aquella noche, llegué valientemente hasta el pie de la escalera, pero de allí no pasé. A la noche siguiente, subí hasta el segundo piso; pero allí me detuvo mi falta de decisión.

No fue en la suerte de sus retratos afortunado el gran artista: los de los ilustres poetas y las mujeres hermosas, como Góngora y Quevedo, la dama inglesa y la Chevreuse, se han perdido: en cambio quedan de su mano aquellos rostros de príncipes y aquellas figuras de bufones, donde dolorosamente se ve nuestra triste decadencia.